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30 de enero de 2018

En una semana trascendental para el país en el marco de la acusación al expresidente Alberto Fujimori por el caso Pativilca, el fantasma del terrorismo volvió a aparecer en el debate nacional. El diario Correo, en su portada impresa del 24 de enero, tituló “Frenan “exposición artística” prosenderista” acompañado de la imagen de una pintura de la serie Piraq Causa realizada por la Asociación de Artistas Populares de Sarhua en 1983. Se trata de una colección de 31 tablas pintadas por artistas de la comunidad ayacuchana del mismo nombre que retratan los “tiempos de peligro”[1] atravesados por el pueblo durante la época del conflicto armado. La colección, que había permanecido en los Estados Unidos, fue recientemente devuelta al Perú por la Asociación Con/Vida Popular Arts of the Americas para su custodia a cargo del Museo de Arte de Lima – MALI. Las tablas de Sarhua constituyen una expresión artística que además de ser fruto de una rica tradición local es fuente testimonial de la violencia colectiva que marcó el destino de la comunidad y un mecanismo de desfogue del dolor y rabia contenida[2].

Las imprecisiones, el tono sensacionalista y la alusión al delito de apología del terrorismo del referido diario no son un asunto menor y han sido oportunamente desmentidas y confrontadas por representantes del MALI, del Ministerio de Cultura, de la UNESCO y de un sector de la prensa. El MALI, en un comunicado oficial, ha rechazado cualquier indicio de apología, que en los últimos años ha sido utilizado por figuras políticas y líderes de opinión para atacar todo intento de rescate de memorias alternativas, y ha mostrado las piezas artísticas como un todo integrado y con la descripción oficial de las imágenes evitando caer en un análisis meramente gráfico de las obras sin presentar su contexto. Su directora, Natalia Majluf, ha señalado su preocupación por las denuncias de terrorismo tejidas contra las propias víctimas y que este “es un caso de desprecio por la población ayacuchana”.

El problema de fondo, no obstante, o lo que de verdad debería preocuparnos, excede la discusión mediática o todo intento de desprestigio institucional y político. Antes bien, se sitúa en la forma que tenemos de relacionarnos como sociedad. La denuncia sigue el camino trazado por algunas personalidades y grupos políticos quienes han colocado bajo escrutinio público toda expresión artística, iniciativa de conmemoración o forma de recordar el pasado violento que surja de la experiencia de las víctimas y no se ajuste a la memoria hegemónica del conflicto armado. Es decir, aquella que presenta a Alberto Fujimori como el artífice de la derrota de los grupos terroristas y la pacificación del país, y a sus acciones y delitos como “excesos” o costos necesarios.

He allí las inquisiciones realizadas al Lugar de la Memoria, Tolerancia e Inclusión Social – LUM por la inauguración de la muestra artística “Resistencia Visual 1992” que acarreó la renuncia de su director Guillermo Nugent; la acusación de apología por parte del congresista de Fuerza Popular -Octavio Salazar- al Museo de la Memoria en Ayacucho; o las críticas esgrimidas por otros congresistas a esculturas que retratan la violencia ejercida por militares, también en Ayacucho, por considerar que obstaculizan la reconciliación nacional.

Así pues, no solo estamos en un escenario de tensión entre lo que se representa del pasado (las violaciones a derechos humanos a las víctimas o la derrota de Sendero Luminoso, la violencia en Lima o en regiones), cómo se representa y quiénes tienen una representación hegemónica, sino que además estas tensiones están delineadas por la discriminación, el menosprecio, la marginación y la desigualdad.

Este último intento, deleznable por donde se le mire, de traer abajo, con denuncias y amedrentamientos, el esfuerzo de las víctimas por lidiar con un hecho traumático y mostrar al mundo la violencia sistemática a la que se vieron sometidos, no es otra cosa que la reproducción de prácticas y discursos de exclusión de parte de grupos de poder que pretenden minimizar, ocultar, olvidar a las víctimas del conflicto armado. Peor aún, de sepultarlos junto con sus representaciones del pasado a un espacio-tiempo en el que no resulten incómodos para el resto de la sociedad deseosa de un futuro próspero y sin violencia. De esperar a que el tiempo transforme lo trascendental en anecdótico.

Reducir estas memorias al ámbito privado o silenciarlas bajo la excusa de que no permiten cicatrizar las heridas del pasado, no solo impide que las víctimas puedan recordar a sus muertos y canalizar su dolor, también les niega su derecho a ser reconocidos como sujetos activos y con capacidad para tener su propia visión de los hechos y desarrollar estrategias de superación traumática. En un sentido básico, de ser reconocidos como ciudadanos. En un momento en que la reconciliación está en boca de todos, ningún esfuerzo valdrá la pena sin antes aceptar que los patrones de discriminación y exclusión tan preponderantes en el desarrollo del conflicto armado siguen rigiendo la manera de relacionarnos entre nosotros y marcando la pauta del destino de nuestro país. Antes de la reconciliación está la reconstrucción de una sociedad que se sostenga en la igualdad, el respeto y sobre todo en que todos somos ciudadanos.

*Escribe: Eduardo Hurtado, antropólogo e investigador de Idehpucp


[1] GONZÁLEZ, Olga (2015). Testimonio y secretos de un pasado traumático: los ‘tiempos del peligro en el arte visual de Sarhua. Anthropologica, año XXXIII, N° 34, pp. 89-118

[2] GONZÁLEZ, Olga (2015). Testimonio y secretos de un pasado traumático: los ‘tiempos del peligro en el arte visual de Sarhua. Anthropologica, año XXXIII, N° 34, pp. 89-118