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Opinión 12 de septiembre de 2016

Luego de 31 años de ocurrida la masacre de Accomarca, el 31 de agosto de 2016 la Sala Penal Nacional emitió sentencia de primera instancia imponiendo condenas entre 10 y 25 años contra los autores intelectuales y materiales de los terribles sucesos ocurridos en dicha localidad. Aquel fatídico 14 de agosto de 1985, en el anexo de Llocllapampa, ubicado en el distrito de Accomarca, provincia de Vilcashuamán, departamento de Ayacucho, 61 peruanos y peruanas, entre ellos 23 niños, fueron cruelmente asesinados por miembros del Ejército Peruano.

Eran los primeros años del conflicto armado interno y el departamento de Ayacucho se encontraba entre dos fuegos. Los crímenes de Sendero Luminoso no eran la única expresión de violencia en aquellos años pues, en determinados momentos y lugares, las fuerzas del orden respondieron con similar ferocidad, incurriendo en graves violaciones de derechos humanos. Para ese entonces, el conflicto había registrado ya lo que sería el periodo con mayor número de muertos y desaparecidos durante su desarrollo – el bienio 1983-1984, el más letal del conflicto – consecuencia de la represión indiscriminada aplicada por las Fuerzas Armadas contra la población sospechosa de pertenecer a Sendero Luminoso[1]. En dicho marco, a pocos días de culminado el régimen Belaundista (1980-1985), tales sospechas recayeron en los pobladores de Accomarca, produciéndose la masacre por la cual la Sala Penal Nacional emitió reciente condena.

La crueldad extrema con que aquel día se actuó contra los pobladores de Accomarca ha sido descrita en múltiples oportunidades por las víctimas sobrevivientes de la masacre; todas ellas, con vivido recuerdo, dieron cuenta –en líneas generales– de los siguientes hechos: Los militares llegaron en dos grupos y cerraron las salidas del pueblo (Llocllapampa); en medio de disparos, sus habitantes, incluidos ancianos, mujeres, niños y madres gestantes, fueron retirados de sus chozas para la realización de una supuesta Asamblea. Una vez reunidos, los presentes fueron separados en filas, hombres a un lado y mujeres al otro, siendo las más jóvenes seleccionadas para ser violadas a  pocos metros del lugar de reunión. Finalmente, todos fueron conducidos a dos casitas del lugar; mujeres y niños a una, y hombres a otra, donde una vez encerrados -en medio de gritos- fueron acribillados y luego silenciados con la explosión de una granada arrojada por uno de los oficiales a cargo de la operación. El fuego terminó por consumir los cuerpos despedazados de las víctimas. Cuando los militares se fueron, los testigos escondidos en los alrededores recolectaron las partes dispersas de los cuerpos carbonizados de sus seres queridos para depositarlos en una fosa común[2].

Por este hecho, la Sala Penal Nacional condenó a 25 años de prisión al Comandante General de la Segunda División de Infantería del Ejército Peruano, a la sazón Jefe Político Militar de la Sub Zona de Seguridad N⁰ 5[3], General de Brigada EP Wilfredo Mori Orzo, a quien atribuyó la orden de eliminación de los pobladores del anexo de Llocllapampa, decisión que contó con el respaldo de su Estado Mayor. Luego de conocida la masacre, correspondió a este mismo oficial, así como a la Segunda Región Militar y el Ejército Peruano en su conjunto, la decisión institucional de ocultar “la real magnitud de los hechos”. Al igual que Wilfredo Mori, fueron condenados como autores mediatos a 23 y 24 años de prisión los entonces subtenientes EP Telmo Hurtado Hurtado y Juan Rivera Rondón, quienes incursionaron en Llocllapampa al mando de los dos grupos (patrullas) que ejecutaron la orden del comando militar. Al describir el hecho como un ataque sistemático contra la población civil, la Sala Penal Nacional calificó la masacre como una grave violación de derechos humanos equiparable a un crimen de Lesa Humanidad. (Adderall)

A partir de la sentencia, diversos actores políticos, activistas y abogados, han coincidido en resaltar, en abrumadora mayoría, el contundente aunque en exceso tardío fallo emitido por la Sala Penal Nacional. Así también, han destacado su importancia en términos jurídicos, al calificar el hecho como un crimen de lesa humanidad, como en términos históricos, por ser una condena que determina responsabilidades en toda la línea de mando militar y, principalmente, por haber recaído en un caso que data de la década de 1980, periodo del conflicto respecto del cual la justicia no había emitido pronunciamiento de similar trascendencia. Además de coincidir con esta síntesis de merecidos reconocimientos, cabe agregar que la sentencia termina siendo un homenaje a todas las víctimas sobrevivientes y familiares de víctimas mortales que en todos estos años no desmayaron en hacer públicas sus denuncias y exigir la justicia que hasta hace unos días les había sido esquiva.

La masacre ocurrió un 14 de agosto, pero recién semanas después, el 11 de setiembre de 1985, dos sobrevivientes de la matanza, Clemente Baldeón Tecse y Victor Baldeón Reza, tuvieron la oportunidad de dar a conocer públicamente su trágica experiencia[4]. A partir de aquel día, la historia es conocida, la prensa asumió el caso como emblemático y las víctimas emprendieron el sinuoso recorrido cuyo tramo final inicia con la sentencia de primera instancia que hoy todos festejan.

Los “precedentes históricos”

Sin ánimo de analizar el contenido de la sentencia o abundar en los reconocimientos antes reseñados, es necesario observar que esta sentencia forma parte de un proceso mucho más complejo, que involucra la investigación y juzgamiento de la totalidad de crímenes perpetrados por los delincuentes terroristas de Sendero Luminoso y del MRTA[5], así como las violaciones de derechos humanos atribuidas a las fuerzas del orden, entre ellas, el caso Accomarca. Para efectos de esta nota, interesa hacer referencia al proceso de judicialización que involucra las acciones de este último grupo (fuerzas del orden).

A diferencia de los cientos de sentencias y condenas impuestas con justificado rigor en los casos de terrorismo[6], los casos de violación de derechos humanos, que dan cuenta de acciones ejecutadas al margen de la Ley por las fuerzas de seguridad del Estado, no registran similar indicador. De este modo, sentencias como la recaída en el caso Accomarca constituyen una excepción, aunque esta excepcionalidad es relativa al no tratarse de un fallo definitivo. De hecho, como antes ha ocurrido en otros casos similares, la sentencia podría ser revocada o anulada luego de ser revisada en última instancia por la Corte Suprema.

Entonces, a propósito de la sentencia recaída en el caso Accomarca y el más complejo panorama de casos judicializados por graves violaciones de derechos humanos, procuremos no solo observar el árbol, sino ver el bosque. Así, tratando de superar las limitaciones de no contar con un registro de casos de violación de derechos humanos a nivel nacional[7], y luego de consultar diversas fuentes de información[8], puede concluirse que, en lo que va del proceso de judicialización iniciado el 2001[9], tan solo unos quince (15) casos han concluido con sentencia condenatoria firme[10]. Por el contrario, las mismas fuentes de información dan cuenta de decenas de procesos penales pendientes, pesando sobre ellos las mismas demoras y dilaciones que en su momento afectaron y aún afectan al caso Accomarca; o peor aún, de 1335 investigaciones archivadas –solo en Ayacucho- por el Ministerio Público por delitos de secuestro, desaparición forzada, homicidio calificado y violación sexual atribuidos a miembros de las Fuerzas Armadas, por insuficiencia de pruebas.

Frente a este mínimo indicador de casos con condena firme, inversamente proporcional a los más numerosos –miles– casos sin resolver en agravio de no menos de 7,000 muertos y desaparecidos denunciados ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR)[11], todos atribuidos a las fuerzas del orden, calificar una sentencia de histórica, más parece destacar su propia existencia que los merecidos reconocimientos jurídicos o históricos de su contenido. Tomando en cuenta esta observación, advertir que en torno a la sentencia –no definitiva– del caso Accomarca se presentan expresiones como “precedente histórico” o referencias sobre “un antes y un después” en el conocimiento de estos casos, no hace más que rememorar similares demostraciones de júbilo respecto de otras sentencias de similar trascendencia, que en el pasado causaron igual expectativa, pero que a la larga no pudieron revertir el negativo balance general ni el acumulativo déficit de justicia tan característico de nuestro proceso de judicialización de violaciones de derechos humanos.

Así ocurrió en marzo de 2006 con la sentencia emitida en el caso Castillo Paez, calificada como “histórica” por ser la primera en resolver favorablemente un caso de desaparición forzada de personas[12]; o la sentencia recaída al año siguiente en el caso Chuschi, calificada como un “importante precedente” por declarar en el caso concreto que el delito de desaparición forzada fue consecuencia de una práctica sistematizada del Estado a través de sus órganos de seguridad[13]. Asimismo, “un antes y un después” debía marcar la histórica sentencia dictada en abril de 2009 contra el ex presidente Alberto Fujimori por las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta atribuidas al grupo de aniquilamiento “Colina”; o las no menos históricas sentencias que desde 2008, en torno a la actividad criminal de este mismo grupo, desarrollaron la teoría del “autor mediato” para determinar las responsabilidades de quienes representaron los diversos niveles de decisión previos a la actuación de los autores materiales del delito.

En el caso Colina, que acumula diversas matanzas y desapariciones atribuidas a un mismo grupo de aniquilamiento, al igual que en el caso Accomarca, se determina responsabilidades en diversos niveles de la línea de mando militar, desde autores materiales hasta autores intelectuales, incluyendo a un expresidente de la República (Alberto Fujimori). En ambos casos, la abundancia de documentos, las investigaciones y hallazgos de la prensa, los informes de las comisiones investigadoras del Congreso de la República y los informes de casos presentados por la CVR, entre otros, fueron determinantes para el acopio y acumulación de pruebas que a la postre contribuirían al esclarecimiento de los hechos y determinación de responsabilidades a nivel judicial; a los mismos elementos y circunstancias ambos casos deben su carácter “emblemático”. Sin embargo, en estos dos casos, y también en el caso Chuschi, un elemento fundamental para la determinación de estas responsabilidades fue la confesión sincera de algunos imputados o su contribución a través de mecanismos de colaboración eficaz. Así ocurrió en el caso Chuschi con los aportes del Teniendo EP Collins Collantes, en el caso Accomarca con el Subteniente EP Telmo Hurtado y con parte del grupo de suboficiales autores materiales de los crímenes atribuidos al grupo Colina.

En definitiva, tomando como referencia estos mismos casos, sentencias definitivas dictadas en torno a: 1) hechos atribuibles a un mismo grupo de aniquilamiento (“Colina”) que atrajo y acaparó tempranamente la atención de la prensa peruana y extranjera, a quien debe sus más fundamentales hallazgos; 2) la desaparición forzada de Ernesto Castillo Páez, caso “emblemático” que, en definitiva, representa tan solo una de las casi 50 desapariciones forzadas ocurridas en Lima que fueron denunciadas ante la CVR[14]; y, 3) la práctica sistemática de desaparición forzada aplicable a tan solo cuatro (4) personas en la localidad de Chuschi, Ayacucho, departamento donde las denuncias por este delito se cuentan en miles y donde se registra el 40% de muertos y desparecidos reportados a la CVR. Todo ello, solo por citar algunas de las sentencias más emblemáticas de –en exceso– reducido grupo de condenas definitivas dictadas en el marco de casos por graves violaciones de derechos humanos atribuibles a las fuerzas del orden. En sí mismas y con relación a las víctimas de cada caso, sentencias con indudable valor histórico pero sin mayor efecto en la línea jurisprudencial de nuestra judicatura, más recurrente y propensa a la absolución por insuficiencia de pruebas o a la anulación de condenas, ello sin considerar el significativo número de casos archivados en sede fiscal.

Transcurridos más de 33 años del ingreso de las fuerzas armadas a Ayacucho y el inicio de la etapa más letal del conflicto armado en cuanto a muertos y desparecidos (1983-1984), y frente al negativo balance en cuento a la determinación de responsabilidades e imposición de condenas por estos hechos, es necesario evaluar que tan efectivo es o podrá ser nuestro sistema de justicia para responder a las justas exigencias y expectativas de justicia de las víctimas del conflicto. El caso Accomarca, así como aquellos que ya cuentan con sentencia definitiva, son una excepción y, en perspectiva, no representan el nivel de eficacia requerido para responder a esta expectativa. Con ello, a falta de justicia, los anhelos de reconciliación se vuelven inalcanzables, así como las posibilidades de que estas mismas víctimas conozcan mayores detalles sobre la verdad de los hechos en cada caso pendiente de resolver o archivado de modo definitivo.

Luego de tantos años de impunidad y la reducida producción de “precedentes históricos” en materia de judicialización de graves violaciones de derechos humanos, es momento de repensar, conjuntamente con las víctimas, los caminos elegidos para esclarecer los hechos de violencia e identificar en qué grado ellas están dispuestas a priorizar el conocimiento de la verdad frente a las exigencia plena de justicia que por ley les corresponde. Si algo han demostrado las condenas comentadas en la presente nota, incluyendo la recaída en el caso Accomarca, es que el aporte de los propios perpetradores, a través de la confesión sincera o mecanismos de colaboración eficaz, ha sido crucial para el esclarecimiento de los hechos y, principalmente, para la determinación de responsabilidades individuales en todos los niveles de mando militar, incluidos los de dirección y decisión. En atención a ello, son atendibles diversas opciones, desde la ampliación de supuestos de colaboración eficaz, incluyendo a mandos medios a quienes podría considerarse cabecillas en la organización, hasta la aplicación de medidas que restrinjan la libertad[15] o de las distintas modalidades de gracias presidenciales contempladas en la ley[16] pero para supuestos específicos reservados a quienes, a través de su cooperación, cuenten la verdad de los sucesos en los que estuvieron involucrados, ayuden a superar los recurrentes problemas de insuficiencia probatoria o con sus revelaciones contribuyan al hallazgo de los miles de desaparecidos respecto de los cuales se desconoce información sobre paradero y circunstancias de muerte.

El paso del tiempo sin conocer la verdad de los hechos, sin posibilidad de determinar  responsabilidades e imponer –oportunas– condenas, no solo termina afectando los derechos de las víctimas del delito y sus familiares, sino también los derechos de los propios procesados, quienes, más allá de la imprescriptibilidad de sus crímenes, tienen derecho a ser juzgados dentro de un plazo razonable. La experiencia acumulada y las evidencias concretas de un creciente grado de impunidad e insatisfacción por parte de las víctimas del conflicto -donde el caso “Acomarcca” y los demás reseñados son una clamorosa excepción– motivan, por lo menos, una seria reflexión sobre lo avanzado y las posibilidades concretas que a futuro plantea el proceso de judicialización de violaciones de derechos humanos.

Escribe: Víctor Quinteros Marquina, Investigador principal del Laboratorio de Criminología y Estudios sobre la Violencia de la Escuela de Gobierno de la PUCP

(12.09.2016)

(Fotos: El Comercio, Perú.21, Poder Judicial)


[1] Comisión de Entrega de la CVR. Hatun Willakuy. Lima, 2004. Pgs. 442-443

[2] Descripción efectuada sobre la base del testimonio de Primitivo Quispe Pulido, sobreviviente de la masacre de “Accomarca”, en audiencia pública de la CVR.

[3] La Sub Zona de Seguridad N⁰ 5, abarcó los departamentos de Ayacucho, Apurímac y Huancavelica.

[4] El miércoles 11 de setiembre, ambos sobrevivientes se presentaron en la Sala de Lectura de la entonces Cámara de Diputados del Congreso de la República y denunciaron los hechos ante la prensa local. (La República, edición impresa del jueves 12 de setiembre de 1985)

[5] Movimiento Revolucionario Tupac Amaru.

[6] Según cifras contenidas en el Informe Defensorial N⁰ 162, A diez años de la verdad, justicia y reparación. Avances, retrocesos y desafíos de un proceso inconcluso, de la Defensoría del Pueblo, hasta abril de 2013 la Sala Penal Nacional reportó 981 sentencias por delitos de terrorismo y conexos, y un total de 949 subversivos condenados, incluidos sus principales líderes (Abimael Guzmán Reinoso -Sendero Luminoso- y Victor Polay Campos –MRTA- purgan cadena perpetua en el Centro de Reclusión de la Base Navan del Callao).

[7] Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Informe Anual 2014-2015. Lima, CNDDHH, agosto de 2015, pgs. 20-25.

[8] Registros y balances publicados o difundidos por la CNDDHH (2014-2015), la Defensoría del Pueblo (2013), Human Rights Trials in Peru (2012), IDEHPUCP (2011).

[9] Se toma el año 2001, específicamente el 14 de marzo, por ser la fecha en que la Corte IDH dejó sin efecto las leyes de amnistía dictadas durante el gobierno del ex presidente Fujimori en 1994. (Corte IDH, Caso “Barrios Altos” vs. Perú)

[10] Sólo se consideran casos con sentencia condenatoria firme, aquellos con resolución definitiva donde al menos uno de los imputados haya recibido condena. Entre estos casos se han podido identificar los siguientes: “hechos atribuidos al grupo Colina”, “Hugo Bustíos”, “Castillo Páez”, “Chuschi”, “Delta Pichanaqui”, “Indalecio Pomatanta”, “Pucara”, “Soccos” (sentenciado antes de la existencia de la CVR), “Efraín Aponte Ortiz”, “Juan Hualla Choquehuanca”, “Zulema Tarazona Arrieta”, “Santa Bárbara”. No existe certeza si los últimos tres casos cuentan con sentencia definitiva, pero ante la duda se los ha considerado.

[11] Si se considera el estimado de más de 69,000 muertos y desaparecidos proyectado por la CVR, el número de casos sin resolver se elevaría exponencialmente, así como los niveles de impunidad.

[12] Rivera, Carlos. Una sentencia histórica. La desaparición de Ernesto Castillo Páez. Lima, IDL, mayo 2006.

[13] Asociación Pro Derechos Humanos. Chuschi: Dieciséis años de lucha, hasta alcanzar justicia. Compilación de sentencias emitidas por la justicia peruana. Lima, Aprodeh, 2008.

[14] Quinteros, Victor; Mujica, Jaris; Chávez, Carlos; Galdós Melina. Los 55 de Lima: Patrones de desaparición forzada de personas en la región Lima. En: Revista Ideele, Edición N° 233, Lima, octubre 2013.

[15] Modelo propuesto en Colombia. Acuerdo sobre las víctimas del conflicto armado: Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Reparación.

[16] La aplicación de gracias presidenciales podría considerarse una aproximación al modelo aplicado en Sudáfrica por la Comisión de Investigación sobre ciertas acusaciones de Crueldad y de Vulneración de los Derechos Humanos con Prisioneros y Detenidos del CNA por parte de Militantes del CNA.