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Opinión 18 de enero de 2015

Como se ha señalado muchas veces, una de las formas más efectivas para transmitir las experiencias y lecciones que dejó el conflicto armado interno que vivió nuestro país entre 1980 y 2000 se ha encarnado en un conjunto de expresiones artísticas y culturales alentadas desde la sociedad civil. Dentro de estas muestras destacó el año pasado una obra de teatro: La Cautiva. Sobre la base de testimonios brindados a la CVR se construyó una ficción en la que se muestra, en forma simbólica, los efectos de la violencia en los menores de edad cuyos padres o bien pertenecían a Sendero Luminoso y eran criados en medio de arengas que merecen nuestro repudio o bien eran familiares de algunos miembros de las Fuerzas Armadas que justificaban, en función de la lucha contra el terror, abominables vulneraciones a los derechos humanos –entre ellas la complaciente mirada de violaciones sexuales. Se trató, según la crítica y el público asistente de una pieza sobrecogedora y que trataba, en forma dura, pero respetuosa, el drama padecido en nuestro país. 

Sorprende por ello que algunas de nuestras autoridades hayan buscado impulsar una investigación, por hacer apología del terrorismo, en contra de los productores, directores y actores comprometidos en la realización de esta obra teatral. Y ello resulta poco entendible, no sólo porque esa pieza teatral, como ya lo hemos dicho, no constituye, ni por asomo, un alegato a favor de la organización que más daño ha hecho a nuestra patria, sino también porque los argumentos presentados para tan disparatada acusación nacen de una absoluta falta de criterio mostrando una tendencia peligrosa hacia una visión dogmática de la realidad que sólo podría acarrear consecuencias desastrosas en la vida social: la realidad europea de estos días bien nos lo recuerda.

En una representación artística sobre grupos que han cometido graves crímenes contra la humanidad resulta lógico que algunos rasgos, como las arengas o la simbología, se muestren para así dar cuenta de los signos distintivos, y que ya delatan una perversión oculta, de estas agrupaciones. Si siguiéramos la lógica empleada por el Procurador Antiterrorismo –afecto a denuncias estridentes, pero poco efectivas– tendríamos entonces que prohibir las películas sobre la Segunda Guerra Mundial que muestren proclamas racistas de Hitler, los símbolos nazis o los discursos demagógicos de Mussolini. Y ello se tendría que extender a cualquier muestra artística que desee reflejar el sentido de fenómenos trágicos a lo largo de la Historia.

En el caso que tratamos tampoco puede argumentarse que la obra ofende a nuestras Fuerzas Armadas por mostrar a un militar dispuesto a abusar sexualmente de una adolescente fallecida. Es necesario que los peruanos aceptemos que así como existieron miembros de las fuerzas del orden que cumplieron con su deber de enfrentar a la subversión con las armas de la legalidad –razón por la cual les debemos gratitud– hubo también personas al interior de ellas que realizaron actos reñidos con el honor castrense y penables por la Justicia. No es, en modo alguno, afrenta señalar que, en ciertos lugares y momentos, agentes del Estado cometieron crímenes de lesa humanidad que deben ser sancionados. 

En la circunstancia que vivimos resulta valioso que el Ministerio de Cultura haya señalado que esta obra “promueve un encuentro de reflexión entre artistas y espectadores, con el fin de estimular la formación de una ciudadanía cada vez más participativa y democrática”, afirmación que muestra inteligencia y que, implícitamente condena por ignorante y torpe la acción de quienes, desde el Estado, quieren desatar una caza de brujas que sólo podría llevar aguas para los molinos de quienes entienden la violencia y el terror como co-esenciales a la Política. Queda claro que hemos de solidarizarnos con las personas que hicieron posible la puesta en escena de La Cautiva, no permitiendo que los censores ganen la batalla.

(19.01.2015)