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Opinión 8 de septiembre de 2015

Si bien la imagen del niño de origen kurdo ha tenido un fuerte impacto en la sensibilidad mundial, lo cierto es que Aylan no es el primer niño migrante en perder la vida en el Mediterráneo y, lamentablemente, no parece que vaya a ser el último. Las cruentas guerras civiles que se vienen desarrollando sin contemplaciones en Siria e Irak han explosionado flujos migratorios de millones de personas. Medio Oriente es un mosaico de realidades sobrepuestas, colisionando al vaivén de sus diferencias étnicas, culturales y religiosas, muchas de ellas históricamente irreconciliables. Por lo pronto la “primavera árabe” ha sido implacable: guerras, terrorismo y nuevas dictaduras. Frente a la sombra de la muerte, miles de personas se aventuran con sus consecuentes riesgos a un éxodo incierto.

El nivel de violencia que actualmente somete a Siria ha generado que el 95% de los refugiados sirios, poco más de 4 millones, estén distribuidos en cuatro países: Líbano, Jordania, Turquía y Egipto. Como consecuencia de ello, estos países han visto colapsados sus servicios y desbordadas sus capacidades. Tal es el caso del Líbano, país que con 4 millones de habitantes acoge a 1,2 millones de refugiados sirios, viviendo en una inestabilidad casi constante. Sin embargo, incluso la vida en la arena caliente de los campos de refugiados sirios en el enclave del Líbano o el sur de Turquía, después de cuatro años, resulta escasa y sombría para familias enteras que prefieren probar suerte migrando a territorio europeo con la intención de darle una vida digna a sus hijos.

El panorama desolador que se vive en estas y otras partes del mundo ha motivado que una ola de migrantes sin precedente cercano inicie un periplo desgastador por Europa con la finalidad de alcanzar un ambiente de paz y oportunidades. Ello ha reabierto el debate sobre las políticas que debe asumir Europa en función de esta problemática. Numerosas voces del espectro político europeo, especialmente sectores ultranacionalistas y xenófobos se han mostrado reacios a acoger a los migrantes, argumentando que su establecimiento minaría el Estado de Bienestar que comparte la región. Este sentir ha tenido mayor acogida en países de Europa que se encuentran con recortes presupuestales en servicios sociales y tienen importantes tasas de desempleo. Si bien no existe obligación alguna de dar asilo a los refugiados, algunos países se han abstenido de llevar a cabo políticas migratorias a favor de los refugiados, justificándose en el costo que supone garantizar sus derechos.

Resulta entonces preciso señalar que un refugiado tiene derecho de asilo en condiciones de seguridad. Sin embargo, la protección internacional incluye algo más que la propia seguridad física. Los refugiados deberían recibir al menos la ayuda básica y los mismos derechos que cualquier otro extranjero que sea residente legal. De igual forma, los derechos económicos y sociales se aplican a los refugiados al igual que a otros individuos: derecho a asistencia médica, derecho a trabajar para los adultos, y derecho a la escolarización para los niños.

Sin embargo, y sin perjuicio de lo señalado, países del centro y norte de Europa, como Alemania, Suecia o Inglaterra, han decidido impulsar la política de recepción de miles de refugiados sirios a raíz de la emblemática y conmovedora imagen de Aylan Kurdi.

América Latina, por su parte, no es ajena a la crisis que se vive en esta parte del mundo. Para octubre de 2014, el entonces Presidente uruguayo, José Mújica, recibió personalmente a 42 ciudadanos sirios, a quienes les ofreció asilo, al tiempo que instaba públicamente a otros países sudamericanos a acoger a familias sirias que escaparan de la guerra.

Así, Brasil hace dos años que mantiene una política de puertas abiertas con los refugiados, habiendo aprobado recientemente a través del Comité Nacional para los Refugiados una medida para tramitar las solicitudes de refugio y que facilita a los inmigrantes sirios el proceso de visado. A la fecha, han sido 2077 los documentos tramitados desde que Siria entró en conflicto.

De igual manera Argentina estableció un programa especial de visado humanitario llamado “Programa Siria” y que ha permitido que 90 personas puedan escapar del conflicto. Este programa se extiende incluso a palestinos que hayan residido en Siria y se encuentren afectados por el conflicto. Tal es el caso del campamento de refugiados palestinos en Yarmuk, Damasco.

Apenas ayer, Venezuela y Chile se unieron a los países latinoamericanos que abren sus fronteras a los refugiados sirios. El Presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ordenó a su Cancillería que gestione la recepción de 20 mil refugiados sirios. La Presidenta Bachelet, por su parte no dio detalles, pero manifestó que ya se encuentran tramitando la llegada de un número importante de sirios a tierras chilenas. Afirmó esta iniciativa argumentando que “la tragedia que se está viviendo es una tragedia para la humanidad”.

En esa línea, el enviado especial de la ONU para Inmigración y Desarrollo, Peter Sutherland, invocó a la solidaridad de la comunidad internacional, señalando que “todos los países del mundo tienen la obligación, por razones humanitarias, de acoger refugiados sirios”.

Si bien las iniciativas de recepción y acogida de ciudadanos sirios en los países de la región resultan loables, sorprende e inquieta que el Estado peruano no se haya pronunciado al respecto y se mantenga aislado de la tragedia, limitándose a condenar desde la distancia el nivel de violencia utilizado por las partes en conflicto.

Es cierto que no faltará quien argumente que el Perú tiene sus propios problemas. Es cierto también que los tiene. Pero no deja de ser cierto tampoco que la condición de ser humano trasciende las fronteras. El Perú no puede ser ajeno al grito de desesperación de miles de personas que escapan de la guerra. No podemos acostumbrarnos a la pasividad frente a la injusticia y la muerte. Corremos el riesgo de que la indolencia se asiente en nuestro día a día. Está a prueba nuestra humanidad como peruanos, como sociedad que reconoce valores comunes y extraterritoriales, y que tiene el coraje de ponerlos en práctica.

Abriendo las puertas de nuestro país a los refugiados sirios, abriremos la puerta a nuestra propia humanidad. Resulta imperativo que resistamos a la gradual degradación que se nos quiere imponer como seres humanos hoy en día.

He ahí justamente donde radica el valor del preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, que se enmarca en el espíritu de la familia humana y el reconocimiento de su dignidad intrínseca en el mundo, a la luz de la libertad, la justicia y la paz.

Escribe: Bruno Castañeda, asistente de investigación del IDEHPUCP

(08.09.2015)