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Opinión 23 de mayo de 2016

Sostener esto resulta contrario a la intuición. Más aun, parece un sinsentido, pues si hay políticos y hay elecciones y hay trifulcas, entonces la política existe. Borges opinó que «el periodismo se basa en la falsa creencia de que todos los días sucede algo nuevo». Lo suyo era obviamente un sarcasmo, pero da una pista sobre lo que significa la irrelevancia de la política. Hay polémicas y hay votaciones en el Congreso. Se realiza elecciones. Se produce un incesante trasiego de políticos de una organización a otra según un sordo mecanismo de contubernios. Aparecen nuevos rostros y se eclipsan pronto. Pero nada de ello conduce a una decisión pública sustantiva que implique un cambio de curso o cuando menos un perfeccionamiento de las grandes líneas de gobierno y gestión de la sociedad.

La economía se capitalizó mediante la privatización de empresas públicas y las inversiones prometidas por los compradores. (Esto, sin embargo, ocurrió en menor medida que lo prometido. Conviene recordar que en grandes contratos de privatización con compromisos de inversión, los negociadores fujimoristas «olvidaron» colocar cláusulas de sanción en caso de que se incumpliera el compromiso, con lo cual tales obligaciones se volvieron triviales). Después de eso, se decidió que el país debía reafirmarse en su papel de exportador de materias primas. Y, así, fue desechada una de las convicciones más firmes de las décadas previas: la necesidad de diversificar la producción y de elevar la calidad educativa de la población. Desde entonces, no ha sido adoptada ni siquiera discutida seriamente ninguna decisión que signifique modificar algún aspecto del modelo en un sentido relevante.

Así, la política ha sido inocua para determinar la marcha económica del país. Pero, en realidad, no solo la economía ha quedado sustraída al dominio de la política. Otras dimensiones clave de la vida colectiva han sido eliminadas de toda discusión conducente; por ejemplo, el cumplimiento de derechos económicos, sociales y culturales; cuestiones clave de equidad e inclusión, y el reconocimiento y la protección de derechos fundamentales de colectividades o conglomerados de ciudadanos históricamente excluidos. Más aun, hasta los temas cruciales de la organización política del país, desde su ordenamiento territorial hasta el sistema electoral y de partidos, han quedado cancelados como temas políticos prioritarios.

Una doble ausencia

Todo esto obedece en gran medida, como se sabe, a la pulverización de las organizaciones políticas. Los partidos políticos dejaron de ser –o nunca llegaron a ser—burocracias generadoras de funcionarios capaces de hacer contrapeso al poder económico ya sea por sus convicciones y programas o por su pericia en el manejo del estado o por su posesión de ciertas bases de poder propias, no reguladas por el principio del dinero. Al dejar de tener entidad propia, robustez organizativa y una dinámica propiamente política –ideología, programa y competencia sostenida por el ascenso dentro de la organización y por el poder fuera de la organización— los partidos se han convertido, en el mejor de los casos, en simples gestores del guion económico ya prescrito.

Pero, a la par con esa involución del tejido político, tienen presencia otros factores de índole cultural. Uno es, ciertamente, cierto conservadurismo económico aprendido y transmitido generacionalmente entre la población. El temor a la volatilidad cambiaria o a la inflación es para algunos ciudadanos resultado de una experiencia sedimentada; otros viven esa experiencia vicariamente o la heredan como valor y principio: más vale una vida individual reducida, incluso sin derechos, pero estable, que una promesa incierta de mejoría colectiva.

Sobre varios de estos temas –ostensiblemente, los relativos a los derechos reproductivos de las mujeres o los derechos de la población LGBTI—se imponen muchas veces, a manera de punto final, argumentos o consideraciones impertinentes para el caso –como los de las iglesias Católica y Evangélicas— y opiniones ancladas en los prejuicios más arcaicos y en un hábito discriminatorio profundamente arraigado. El hecho de que estas opiniones circulen en medios de comunicación y en el mismo Congreso sin ser cuestionadas seriamente, sugiere cierto vínculo sutil entre la descomposición de la política y la clausura de toda perspectiva intelectual o ilustrada en el discurso público. La anulación de la política como espacio organizado de competencia sobre el poder implica una doble supresión. En primer lugar, la de la voz de la población, principalmente la más pobre, que se ve privada de canales viables para que sus demandas ingresen en la arena pública; y, en segundo lugar, la voz de quienes podrían dar forma al debate público, y hacerse eco de esas demandas, mediante un discurso organizado e informado en términos jurídicos, científicos y con una perspectiva de civilidad.

La dictadura de nadie

Una colectividad política así constituida se encuentra sujeta, para decirlo de modo figurado, a una peculiar forma de dictadura, una dictadura de nadie, la imposición autoritaria de unstatu quomarcado por injusticias crónicas, exclusiones cotidianas y atropellos constantes sin que se pueda responsabilizar a un solo actor como el agente central, voluntarioso y suficiente de la cotidiana erosión del Estado de Derecho y de la supresión de la política democrática.

Existen, por cierto, formas diversas de nombrar a esta situación con rótulos más específicos provenientes de la sociología política. Se podría, por ejemplo, identificar los rasgos plutocráticos de la democracia peruana de hoy –rasgos que retrocedían bajo la transformación tumultuosa y caótica de la sociedad peruana en décadas previas, pero que se han reafirmado al ritmo del crecimiento económico y el consiguiente apogeo de la cultura corporativacomo modelo cultural. Y, desde luego, es inevitable ligar este fenómeno con la transformación del papel del Estado a escala mundial; con las transformaciones demográficas del país, que hacen cada vez más difícil “representar” a la población y encauzarla en proyectos abarcadores más o menos abstractos y sostenibles; o con el escepticismo sobre lo político que se ha generalizado por obra de la corrupción y por la incapacidad de la política para distribuir bienes y para satisfacer urgencias básicas: la muerte  repetida de centenares de niños cuando llegan las heladas al sur andino cada año es el emblema más poderoso, y más cruel, de la inanidad de la política y de las causas de tal insignificancia.

A pesar de todo, una elección

Las sucesivas elecciones desde la transición a la democracia en el año 2000 han sido también sucesivas revalidaciones de la dictadura de nadie. Ello ha sido así, en gran medida, porque el statu quo ha logrado rodearse de una batería de tabúes protectores que disuaden a cualquier candidato de proponer una visión alternativa del país. El riesgo de hacerlo es quedar definido como populista o incluso como propulsor de alguna variante del autoritarismo chavista. Pero esta situación se prolonga, también, porque los pocos actores que han propuesto cambios (señaladamente, las diversas e improvisadas figuraciones del humalismo) lo han hecho desde trayectorias oportunistas y basadas en la simple demagogia. El hecho de que las demandas de cambio posean una verdadera base social no mitiga esa precariedad de los actores políticos oportunistas sino que acentúa su irresponsabilidad: la carencia de sustento técnico para sus propuestas hace que estas no pasen de ser lemas, y la falta de un acercamiento profesional y estratégico a la negociación política determina que esas demandas aparezcan solo como un movimiento reactivo, sin forma definida y, por tanto, apenas expresivo de un descontento popular que no se canaliza institucionalmente. Como en un círculo vicioso, la insignificancia de ese actor político confirma la irrelevancia de la política.

El proceso electoral actual tuvo como rasgo casi inédito la emergencia de algunas propuestas serias y razonables de cambio planteadas por la izquierda y por una candidatura de centro. No se trataba en modo alguno de posturas revolucionarias ni siquiera reformistas en ningún sentido fuerte de la expresión. Eran propuestas que, dentro del paradigma general del libre mercado, sugerían que el Estado podía asumir uno de sus papeles olvidados –el de árbitro y representante del interés general—e introducir cierta racionalidad política dentro del orden plutocrático establecido.

Esas propuestas quedaron en el camino y eso dejó al país ante un dilema curioso y dramático: elegir entre el fujimorismo y la candidatura de Pedro Pablo Kuczynski, esto es, entre el regreso de un autoritarismo con nombre propio que seguramente será cruento y altamente delictivo y corrupto, y la prórroga de la dictadura de nadie, es decir, la preservación de esa grisura colectiva que nació con este siglo mientras se espera y se procura la restauración de la política democrática. Este es el mal menor.

Escribe: Félix Reátegui, investigador y asesor del IDEHPUCP, para Revista Ideele

(Foto: Colectivo Sociedad Civil)

(23.05.2016)