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Opinión 1 de septiembre de 2013

Tal como lo señala Felix Reátegui, la justicia transicional es entendida como el campo multidisciplinario de reflexión y prácticas que se refieren a la justicia que se puede proveer a las víctimas de sociedades que están en transición desde la violencia hacia la paz (como Guatemala o El Salvador) o desde el autoritarismo hacia la democracia (como Argentina o Chile). Lo curioso y complejo en el caso peruano es que nuestra transición iniciada en el año 2000 estuvo marcada por ambos tipos de transiciones, tanto de la violencia a la paz como del autoritarismo a la democracia.

Es importante entender el proceso peruano posterior al 2000 en el marco de estas dos transiciones que se superponen entre ellas y que arrastran otras características de los procesos que las precedieron. En ese sentido, si analizamos el caso peruano desde una perspectiva histórica, las dictaduras han sido lo usual en nuestro país. Por ejemplo, antes del traspaso de poder de Belaunde a García en 1985, la última vez que un presidente democráticamente elegido había entregado el poder a otro, fue en 1945 cuando Prado Ugarteche transmitió el mando a Bustamante y Rivero. En este contexto, es fácil comprender que cuando empezó el conflicto armado contra el grupo terrorista Sendero Luminoso, el Perú se encontraba en un proceso de transición que buscaba formar una democracia tras otra dictadura militar.

Es así que la interrupción a la vida democrática que realizó Alberto Fujimori en 1992 con la disolución del Congreso y la posterior instauración de un régimen con tendencias autoritarias solo debilitó aún más una democracia que nunca se consolidó. El periodo tras el autogolpe de Estado de 1992, sí estuvo en el marco de estudio de la CVR y que mereció un pronunciamiento en su Informe Final, ha dejado huellas que aún no se borran en nuestra sociedad actual como son el debilitamiento de las instituciones del Estado, de los partidos políticos y en general de la sociedad civil organizada, así como una profunda desconfianza en la esfera pública. De esta manera, aún está pendiente fortalecer los mecanismos, tradicionalmente conocidos como garantías de no repetición, que deben consolidar la débil democracia peruana en este periodo de transición tras la caída del gobierno de Fujimori. Alcanzar una democracia real e inclusiva es una deuda histórica que el Perú todavía tiene a unos cuantos años de cumplir el bicentenario de su independencia.

Asimismo, es necesario entender que la transición a la democracia no puede ser ajena a lo ocurrido en el conflicto armado vivido en la década de los ochenta y noventa, el cual fue el mayor periodo de violencia de la historia peruana. En ese sentido, es prioritario que se reconozca que en el Perú todavía vivimos un periodo transicional hacia la paz tras el conflicto armado o quizás, por el tiempo transcurrido desde el final de los momentos más álgidos de la guerra contrasubversiva, un periodo post transicional. Sea una u otra opción, lo cierto es que aún quedan muchas deudas pendientes de ese periodo y que, a  diferencia de lo que ocurre con el fortalecimiento del régimen democrático, que parece estar más en la agenda (al menos teóricamente) de los diferentes agentes, en el caso de los mecanismos de justicia transicional para con las víctimas del conflicto armado, poco es lo que se ha avanzado y poco es lo que se tiene en agenda para avanzar.

Es así que en la actualidad, uno de los pocos mecanismos transicionales exitosos referidos al conflicto armado fue la CVR, la cual por medio de su Informe Final ha sido una forma de reparación del derecho a la verdad de muchas de las víctimas y de la sociedad en su conjunto, dado que nos dio a conocer hechos y declaraciones que la mayoría del Perú desconocíamos. Sin embargo, la CVR tuvo una función según el artículo 1 del DS 065-2001, que era “esclarecer el proceso, los hechos y responsabilidades de la violencia terrorista y de la violación a los derechos humanos producidos desde mayo de 1980 hasta noviembre de 2000”. Una vez cumplida dicha función, como todos los mecanismos extrajudiciales de búsqueda de la verdad, que tienen en la temporalidad de su existencia una característica intrínseca, tenía que desaparecer. Si bien el legado de la CVR no fue solo su informe, sino muchas de las recomendaciones que realizó, la ejecución de estas no dependía del organismo formado y que concluyó funciones en el 2003. 

Por ello, a pesar de su importancia, es preciso señalar que el Informe por sí solo no se encuentra si quiera cerca de ser suficiente para reparar a las víctimas. Es necesario continuar con otros mecanismos para poder concluir que nos encontramos en el camino de una transición post conflicto medianamente exitosa. No se puede seguir con alrededor de 15 mil desaparecidos, sin tener un plan concreto que pueda aliviar el dolor de los familiares que no saben dónde están sus seres queridos y que cada día ven vulnerados y vulneradas su derecho a la verdad. No se puede seguir esperando que las víctimas fallezcan sin recibir una reparación que sea digna, y la dignidad no solo se refiere al monto, la reparación monetaria debe tener también un valor simbólico para que no se tenga la impresión de ser dinero “manchado de sangre”; el pago debe estar acompañado de pedidos de disculpas, de la creación de lugares de memoria y de hechos simbólicos que sean correspondientes a las necesidades y deseos de las víctimas. Los procesos judiciales deben garantizar el debido, no es posible que solo aquellos casos mediáticos respeten este derecho básico y alcancen justicia.

El Informe de la CVR hizo bien en entender que el periodo de violencia fue producto de un conjunto de circunstancias como la exclusión histórica de algunas poblaciones, la debilidad de nuestra democracia, la discriminación que existió y existe en el Perú y, principalmente, de la irracional violencia de los grupos terroristas, especialmente de Sendero Luminoso, y la incorrecta respuesta de algunos miembros de nuestras fuerzas armadas y policiales. Asimismo, también incluyó un estudio de uno de los periodos de mayor corrupción y debilitamiento, desde el Estado, de la institucionalidad democrática. Sin embargo, a pesar de que es importante conocer y repensar lo sucedido, hoy en día es necesario plantear soluciones prácticas frente al futuro próximo. Estas soluciones no solo deben plantear mecanismos que propongan el cambio de la exclusión estructural que existe en el Perú y todo lo que hoy se plantea con la “inclusión social”, puesto que existen necesidades particulares de un grupo de peruanos que deben ser atendidas con urgencia.

Se debe reconocer que en el Perú vivimos un periodo de grave violencia y que producto de esa situación se debe dar prioridad a los mecanismos de reparación de las víctimas, entendidos en sentido amplio, como todos aquellos que buscan reparar las circunstancias que sufrieron producto del conflicto armado y que podrían incluir, aunque no de manera aislada, algunos mecanismos de inclusión social como parte de garantías de no repetición. Si es que no queremos revictimizar a las personas, debemos ponerlas en el centro de la discusión y de las prioridades conforme a la diversidad de los que requieren. Si bien los procesos de transición desde la violencia a la paz y el desde la dictadura a la democracia deben tener enfoques diferenciados y mecanismos propios de las necesidades de cada uno, el enfoque centrado en las víctimas permite que se construyan mecanismos integrales que fortalezcan ambas transiciones sobre la  base de los derechos de las víctimas a la verdad, a la justicia y a la reparación y que generen un efecto transformador en la vida de este colectivo para sus necesidades actuales.  

Escribe: Jean Franco Olivera, investigador del IDEHPUCP