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Opinión 17 de octubre de 2014

Siendo, en ambos casos, una distinción muy merecida, el caso de la joven premiada ha resultado especialmente bienvenido e inspirador. Se ha destacado que Malala es la más joven premio Nobel en la historia de esa distinción. Pero tal vez eso no sea lo más significativo. Lo es la historia personal de Malala y el indignante episodio que le atrajo la notoriedad mundial.

En el año 2012, Malala Yousafzai tenía apenas quince años y ya era una luchadora por los derechos de las niñas a tener educación. Esto puede resultar loable en cualquier situación, pero cuando se considera dónde tenía lugar esta lucha, en regiones paquistaníes bajo dominio de la organización talibán, resulta además arriesgado y heroico. Ese año, como se sabe, esos riesgos se materializaron en la forma de un cobarde ataque: un miembro del grupo talibán la identificó en autobús en Paquistán y le disparó en la cabeza.

Desde entonces, y ya residiendo en Inglaterra, Malala se ha convertido en una persistente vocera de los derechos de los niños en general y de las niñas en particular. Su causa es especialmente instructiva y valiosa en un mundo en el cual las niñas son todavía relegadas de manera persistente, e incluso, en algunas regiones del globo, privadas de toda protección a sus derechos en tanto mujeres. La violencia sexual contra niñas es una aberración que, aunque castigada en casi todas las legislaciones del planeta, todavía recibe soporte y respaldo en muchas localidades bajo el deleznable pretexto de las tradiciones ancestrales que sostienen el patriarcalismo y convierten a las mujeres en simples apéndices de los derechos de los varones.

Aunque la relegación de las niñas no tiene en nuestro país los ribetes de violencia atroz que sí tiene en otras regiones, eso no quiere decir que este sea un tema ajeno a nosotros. Lo cierto es que todavía hay mucha violencia y exclusión en el Perú, lo cual incluye la violencia sexual ante la pasividad de las instituciones creadas, precisamente, para la protección de los derechos.

Pero, además de eso, y en términos más amplios, nuestro país requiere ganar conciencia sobre la profunda injusticia que representa nuestro sistema de educación y la atención que este brinda a las niñas del sector rural, y en particular a aquellas de los sectores denominados indígena o nativo. El ideal de una educación de calidad, inclusiva y accesible está lejos de ser una realidad, y aunque no existen marginaciones expresamente aceptadas, una enorme cantidad de niñas peruanas experimentan una marginación cotidiana y permanente. Una escuela que no educa para la consideración respetuosa y positiva de las diferencias culturales y de género es una escuela que, de una forma inadvertida, pero dolorosamente efectiva, va creando entre las niñas identidades menoscabadas, valoraciones de sí mismas muy disminuidas, cierta inclinación hacia la subordinación y la aceptación del abuso. Y, además, es una educación, o una experiencia escolar, que las priva de las oportunidades que todos deberíamos tener.

El ejemplo de Malala Yousafzai debe ser también, pues, una inspiración para nosotros, para afrontar una injusticia insostenible hacia nuestras niñas.