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Opinión 23 de junio de 2014

Se trata de fenómenos sociales e intelectuales de una particular complejidad. La pertenencia a una cultura, el uso de un idioma, la memoria de un pasado compartido o la utopía de un propósito político a cristalizar alienta con cierta frecuencia la construcción de proyectos separatistas o nacionalistas. Ocurre, en ocasiones, que cuando una comunidad habita una sociedad más amplia –una sociedad multicultural–, ella se esfuerce para que el gobierno central reconozca la especificidad de su identidad como sujeto colectivo, y pretenda que se admitan derechos vinculados a la expresión de esa identidad en términos de su permanencia en el tiempo. Si estas demandas son sistemáticamente planteadas por los sectores más radicales puede llegarse a postular la separación, para así convertir a la comunidad en una nación diferente. De tal modo se intentaría negociar la escisión o se plantearía un referéndum para consultar a la población sobre la pertinencia y legitimidad de esa iniciativa. En tiempos recientes hemos sido testigos de esta clase de propuestas en diversos lugares del continente europeo.

Es evidente que estas experiencias no son, en gran medida, compatibles con el proceso globalizador que fomenta la asociación de naciones en grandes bloques con compartidos objetivos económicos, legales, e incluso políticos. La comunidad Europea es un ejemplo de ello. También se explica este fenómeno en relación con los organismos internacionales que promueven la paz y la defensa de un sistema mundial de derechos, como la ONU. Resulta claro, de otra parte, que este proceso se ha concentrado en lo económico y lo técnico y que la mundialización de los derechos humanos es todavía un proyecto en construcción.

Creemos que la globalización necesita enriquecer su programa con el ideal kantiano de la edificación de una “legalidad cosmopolita” y por tanto la postulación de principios jurídicos de alcance universal. Tal ideal debiera alentar la lealtad a normas y fines que trascienden las adhesiones locales o las emociones tribales. El ideal cosmopolita ilustrado encarna el mejor combate contra los radicalismos nacionalistas y los separatismos más crudos, pero no es incompatible con los vínculos comunitarios como tales. Por principio, la fidelidad a los compatriotas no excluye el compromiso con el resto de seres humanos, y viceversa. Esa ética global de los grandes vínculos también alienta el fortalecimiento de los vínculos más próximos y rechaza, la idea tribalista de que los estándares de valor residen únicamente en las comunidades y las culturas. El cosmopolitismo kantiano pretende la universalización de la justicia. En esa misma senda, la cultura de los derechos humanos aspira a tener un alcance planetario en la teoría y en la práctica. No cabe duda alguna que los grandes problemas de la humanidad requieren soluciones y políticas de alcance global.