Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 6 de noviembre de 2015

En el documento se señala que estos delitos no deben quedar impunes y se exhorta a las comunidades religiosas involucradas para que conminen a las personas denunciadas a comparecer ante la justicia. Lamentablemente han pasado ya algunos años desde que estos hechos fueran denunciados, pero es saludable que la Conferencia Episcopal se pronuncie con claridad sobre los abusos perpetrados y se solidarice con las víctimas. El pronunciamiento de los obispos condena los hechos que comprometen al fundador de dicha organización, Luis Fernando Figari, y señala la necesidad de tomar las acciones correspondientes en los ámbitos del fuero civil y el eclesiástico sin mayores dilaciones. Esta declaración remedia, de algún modo, el silencio sobre este tema que, casi no hay que decirlo, generaba un mayor dolor a quienes ya habían sufrido inaceptables formas de maltrato.

Hemos de reiterar que resulta fundamental que estas denuncias lleguen a los tribunales y que –si las imputaciones son demostradas y la responsabilidad de los personajes denunciados se establece con pruebas razonables– se condene sin atenuantes a los perpetradores de estos delitos. Ya en el terreno eclesial, corresponde, de una buena vez, investigar seriamente si esta clase de abusos constituyen casos aislados, o si el maltrato físico y psicológico constituye una manera sistemática para impartir disciplina y adoctrinamiento en organizaciones de esta naturaleza. Se trata de un asunto de singular importancia. Cuando una institución –sea religiosa o secular– proscribe el cuestionamiento y le rinde culto a la personalidad del líder, se va formando una red de poder y de control que conduce al sometimiento acrítico de la voluntad de los miembros del grupo. En estos procesos de control el maltrato psicológico y físico se convierte entonces en parte de una estrategia de anulación de la conciencia y por ende en un camino hipócrita que amparándose en valores elevados los traiciona para así anular la identidad y dignidad de las personas.

Ciertamente todo ello nada tiene que ver con el cristianismo ni con el mensaje del Evangelio. El cristianismo es una religión de libertad, en la que el recurso a la violencia en cualquiera de sus formas no constituye una opción valedera. No es ético ni lícito confundir el orientar la voluntad con su aniquilamiento. Corresponde a las instancias de la Iglesia establecer si la organización bajo investigación se vio lesionada por la presencia de personas que asumieron una conducta criminal, y si el llamado “carisma” del fundador ha promovido de alguna forma el uso de la violencia y la disolución de la autonomía de la voluntad como “requisitos de la formación” de los miembros de la institución.

La Iglesia tiene como obligación el exigir y promover el esclarecimiento de estos hechos como una cuestión de justicia y moral en la que se juega la dignidad y el cuidado de la persona. Resulta absurdo (y ofensivo) que se sugiera que quienes han denunciado estos abusos solo se proponen “dañar a la Iglesia”. El problema no es la “imagen” de la Iglesia, sino el daño producido a las víctimas, y su necesaria reparación.

Sobre este tema, escucha nuestro programa Tiempo Global, con una entrevista a Pedro Salinas, autor del libro sobre el Sodalitium.

(06.11.2015)