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Opinión 15 de agosto de 2014

Es sabido que la población peruana otorga un elevado valor a la oportunidad de acceder a educación. Cuando la Comisión de la Verdad y Reconciliación entrevistó a miles de víctimas de la violencia armada encontró que un gran número de ellos insistían, al hablar de reparaciones, en pedir acceso a la escuela para sus hijos. Para la ciudadanía, ahí reside la verdadera posibilidad de acceder a una vida digna, rodeada de seguridad material pero también de realización humana en general.

No es extraño, por ello, que la nueva ley universitaria haya sido recibida con expectativas por un amplio sector de la población. Para esta, ha sido claro que durante el proceso privatizador de los últimos años la universidad se ha devaluado. La población percibe que eso que se ofrece en infraestructuras inapropiadas, con profesores mal preparados, no puede ser la educación que asegura el buen desempeño de una profesión. Si bien había una demanda de mayor acceso a educación superior, la experiencia de “estímulo a la inversión privada” ha defraudado a la mayoría de personas que creían que más universidades implicaban más oportunidades para acceder a una formación de calidad.

Ahora bien, si por un lado es positivo que exista esta reacción ante una realidad fraudulenta, por otro lado es necesario que se mejore y precise la idea de universidad que realmente queremos. Es decir, que la ciudadanía, y especialmente los jóvenes, sepan qué características debe poseer una casa de estudios que se llame universidad. Tal vez, dada la larga crisis de esa institución, hemos perdido el sentido de qué es una universidad.

Para recuperar esa visión, la responsabilidad del Estado es ineludible; este debe tomar el liderazgo de la educación, incluyendo la educación universitaria. La inversión pública debe concretarse en universidades con infraestructuras de calidad y profesores bien remunerados que se puedan dedicar a sus dos tareas principales, que son la enseñanza y la investigación. 

Ese cambio debería ser la señal que permita a los peruanos que demandan educación entender a cabalidad en qué consiste este bien, cuáles son las condiciones con las que debe cumplir ese servicio que es, esencialmente, un derecho.

Por otra parte, las mismas universidades públicas deben ser recuperadas como espacios de producción de conocimiento, de debate y de desarrollo. La universidad debe dar de manera clara el mensaje de que ella no es una fábrica de profesionales sino una institución de formación insertada en una comunidad y al servicio de ella.

Esta conciencia de que la universidad corresponde a una comunidad, que está profundamente vinculada a ella, la hace diferente de un mero instituto encargado de conceder títulos. Pero, además, es el medio apropiado para llegar a ser una institución moderna ajustada a los tiempos globales. Sabemos que la mejor manera de estar a la altura de un mundo integrado por el comercio, la información y el conocimiento de amplitudes universales es estar atentos a la singularidad, a lo que le es propio a cada uno. La riqueza de un mundo globalizado no está en la uniformidad sino en la diversidad. Así, la recuperación de una idea genuina de universidad entre nuestra ciudadanía también debe ir de la mano de una nueva conciencia de nuestro lugar en el mundo: necesitamos prepararnos para hablar el lenguaje global desde un conocimiento profundo, crítico y comprometido de nuestra sociedad. Esa facultad crítica no la ofrece el solo enfoque tecnocrático de la educación; ella nace de una universidad que se asuma como centro donde se cultiva, se conserva, se transfiere y se renueva el saber.