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Opinión 22 de abril de 2016

Es cierto que la vida política chilena debió convivir durante años o incluso décadas con algunos legados ominosos de la dictadura militar. No obstante, lo hizo con una clara meta trazada: la de ir afirmando un régimen de libertades y de protección al tiempo que desarrollaba una política de reconocimiento, de derechos, desembarazando paulatinamente algunos rezagos autoritarios.

La recuperación de la democracia chilena constituye un ejemplo, ciertamente notorio, de entre varios procesos similares en nuestra región en el último tramo del siglo XX. Desde entonces, las dictaduras militares han pasado a convertirse, prácticamente, en una opción imposible o muy improbable entre nosotros, sin que ello signifique que el autoritarismo haya desaparecido pues él, lamentablemente, encuentra siempre las maneras de restaurarse, aún de modo parcial, pervirtiendo desde dentro las normas e instituciones propias de la vida democrática.

También nosotros hemos vivido una transición hace quince años y deberíamos ser muy conscientes de lo duro que puede resultar la recuperación de una democracia cuando el autoritarismo echa raíces y se infiltra en nuestras instituciones para desnaturalizarlas. Debemos pues estar en guardia y no olvidar que una transición debe ser, además de un momento de reconstrucción institucional, una oportunidad de aprendizaje colectivo; es decir, una instancia reservada para comprender que el abuso del poder solo nos puede llevar a la cancelación de los derechos, a la corrupción, al atropello de los más débiles y, desde luego, a la perversión de valores que son fundamentales.

Finalmente se trata pues de asimilar y perseverar en una cultura de la democracia. Esa cultura siempre se hallará sometida al acoso de seducciones populistas, de aquellos que ofrecen soluciones ficticias a cambio de que los ciudadanos renuncien a sus derechos.

Resulta nuestra tarea cotidiana recordar que una sociedad sin derechos es una sociedad sin dignidad. Quizás asociar este propósito con el gobierno que presidió Patricio Aylwin constituye el mejor elogio que podamos realizar de este insigne político.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República

(Foto: Jesús Abalo para El País)

(22.04.2016)