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Opinión 25 de noviembre de 2016

Han transcurrido trece años desde que la Comisión terminó su trabajo. Desde entonces, varias otras comisiones de verdad han existido en muchas partes del mundo. Quienes participamos en ese esfuerzo nos sentimos muy recompensados por el hecho de que nuestro trabajo haya sido de ayuda para esas otras iniciativas. Nos ilusiona aún más la perspectiva de que, en adelante, nuestro aprendizaje esté al alcance de muchos más pueblos, colectividades de víctimas, investigadores, defensores de derechos humanos y funcionarios de Estado que se preguntan cómo afrontar el pasado violento o autoritario en sus propios países.

Como suelen señalar los especialistas en justicia transicional, la búsqueda de verdad cobra su mayor valor cuando es resultado y estímulo de un proceso social. En el Perú tuvimos la fortuna de que el trabajo de la Comisión hubiera sido antecedido por una diversidad de organizaciones y comunidades que empezaron a preocuparse por los derechos humanos desde el mismo momento en que empezó la violencia armada. Fue en gran medida gracias a esa vocación de verdad y de justicia precedente que la Comisión pudo llevar adelante su trabajo y recibir la palabra de casi 17 mil personas.

Menciono esto para subrayar que si bien las comisiones de verdad llevan a cabo un trabajo sumamente técnico y científico, su aporte mayor es el convertirse en una plataforma para que oigan las voces de quienes siempre son silenciados. Si la coexistencia en democracia es una conversación pública, las comisiones de la verdad cumplen con la misión de hacer que unas voces siempre ignoradas se unan a esa conversación: así, amplían la democracia y la vuelven, por eso mismo, más sólida y perdurable. No se puede construir una democracia sobre la base de la exclusión, el silenciamiento o el olvido.

Que esas voces antes silenciadas sean ahora audibles no garantiza, desde luego, que todos sus derechos y expectativas vayan a ser cumplidos en un plazo definido. En el Perú, trece años después de aquel ejercicio, es mucho todavía lo que nos falta para decir que nuestra sociedad ha honrado su deuda con las víctimas. Además de eso, nuestro espacio público –los medios de comunicación, la discusión política– se ha mostrado renuente, o acaso incapaz, de asimilar con espíritu de reconocimiento y ánimo autocrítico las lecciones del pasado violento; si acaso, este existe como evocación de los horrores de Sendero Luminoso y como pretexto para justificar el autoritarismo, no como una invitación a la reflexión más amplia sobre lo que debería ser nuestra democracia.

Eso no es, sin embargo, una razón para el desaliento. Construir una democracia es un proceso que demanda mucho tiempo y esfuerzos. La voz de las víctimas, que es una voz que alecciona, debe seguir siendo oída. El reconocimiento que ahora se les hace al incorporarlas en este importante registro solamente las fortalece y les permite hacerse oír mejor.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República

(25.11.2016)