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Editorial 9 de enero de 2018

*Este texto fue publicado un día después del indulto al convicto Alberto Fujimori.

El escenario político nacional ha estado convulsionado en la última semana por la que parecía una segura declaración de vacancia de la Presidencia de la República por parte del Congreso. Aunque la moción para la vacancia por incapacidad moral permanente fue presentada por el Frente Amplio, era evidente que ese grupo solo era peón involuntario para un nuevo y definitivo zarpazo autoritario contra nuestra democracia por parte del fujimorismo.

Finalmente, la moción fue derrotada y el presidente Pedro Pablo Kuczynski pudo mantenerse en el cargo. Ese resultado, sin embargo, no significaba –no debería entenderse así- una absolución a Kuczynksi de los cargos de negocios turbios a costa del Estado que se le imputan; más bien, ese episodio mostraba una vez más las dramáticas disyuntivas que desde hace décadas afronta nuestra democracia en su intento de sobrevivir con algún decoro. En este caso, había que elegir entre sostener a un Presidente con serios cuestionamientos por absolver o dar vía libre a la toma del Estado por los seguidores de la familia Fujimori.

Hoy, sin embargo, se ha confirmado que, como muchos supusieron, ese dilema se resolvió de una manera aun menos digna para para nuestro orden democrático. Pues es evidente que el presidente Kuczynski ha salvado su cargo a costa de una transacción que nada tiene que ver con el bien público sino con la vieja demanda de impunidad del fujimorismo. El indulto concedido este 24 de diciembre a Alberto Fujimori, cuyos crímenes alcanzan el estatus de delitos de lesa humanidad, representa la ignorancia o el desprecio de todo principio de moralidad y de legalidad, y de toda traza de espíritu republicano, desde la más alta magistratura de la Nación. En pocas palabras, es claro que lo que vimos en los últimos días en el Parlamento no fue la salvación de la democracia peruana sino su subordinación a los intereses particulares de los dos grupos predominantes en el Ejecutivo y en el Legislativo.

Desde luego, esta negociación de la Presidencia, además de denigrar el cargo de manera irreparable, tiene repercusiones aun mayores y más graves, si cabe. Cuando cayó el gobierno autoritario de Alberto Fujimori en el año 2001 el Perú emprendió, una vez más, un trabajoso camino hacia la reconstrucción de su democracia. Se trató, en primer lugar, de restaurar el Estado de Derecho y de regenerar las instituciones que el gobierno había desnaturalizado y convertido en instrumentos de sus actividades delictivas. Tan importante como eso, era necesario afrontar el enorme volumen de violaciones de derechos humanos que, si bien habían sido responsabilidad primera y principal de Sendero Luminoso, también habían involucrado graves y masivos crímenes de agentes del Estado. Algunos de los más atroces fueron cometidos bajo la presidencia y dirección de Alberto Fujimori y su aliado Vladimiro Montesinos.

La lenta restauración del orden democrático demandó, así, esfuerzos de reforma institucional, de búsqueda de la verdad y de acción de la justicia. Esta última ha andado a paso lento y errático, pero, en ese camino, ha producido algunos resultados que permiten sostener la expectativa en que alguna vez el Estado peruano sabrá responder a las violaciones de los derechos de sus ciudadanos. El proceso judicial a Alberto Fujimori, si bien no es representativo de la tendencia general, sí tuvo un poder emblemático por la alta investidura y el desmesurado poder ilegal que controló el acusado, por la gravedad de los crímenes que fueron materia del juicio y por la pulcritud con que se desarrolló el proceso penal.

Por todo ello, el indulto a Alberto Fujimori implica algo más grave que una transacción de conveniencias: significa decirle al país que el esfuerzo de reconstrucción democrática de los últimos diecisiete años ha sido en vano, que cualquier crimen puede ser pasado por alto si el culpable tiene algo que ofrecerle a quien controla el poder, e implica decirle a las víctimas que su estatus es todavía el mismo que nuestro país ha reservado siempre para los excluidos: la marginalidad, la indiferencia del poder, la condición de instrumento para las negociaciones entre los poderosos.

En el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú creemos que una democracia de ciudadanos, basada en instituciones y sostenida en el Estado de Derecho todavía es posible entre nosotros. Este indulto degrada a la institución de la Presidencia, constituye un golpe desmoralizador y es un gesto que refrenda la grave crisis moral por la que atraviesa nuestra vida política. Pero es también un llamado a no ceder ante quienes pretenden convencernos de que los peruanos y peruanas no merecemos una democracia sustantiva, real, que se experimente cotidianamente. La defección de nuestras autoridades debe ser un aliciente para convocar a todos los sectores democráticos de la sociedad peruana a redoblar sus esfuerzos por el logro, tarde o temprano, de esa tarea colectiva, la verdadera tarea histórica del Perú.