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Opinión 24 de noviembre de 2017

Sin ninguna duda, el caso Lava Jato cambiará el mapa político del Perú de los últimos años. De acuerdo a los indicios presentados hasta el momento, la empresa Odebrecht habría sobornado a un expresidente, aportó dinero a las campañas de los cuatro últimos presidentes y de la lideresa opositora y, además, corrompió a funcionarios de distintos niveles de gobierno. Aún quedan pendientes algunas revelaciones por parte de directivos de la compañía, así como de las otras empresas constructoras brasileñas que pareciera obtuvieron grandes obras de infraestructura a cambio de prebendas, sobornos y financiamiento partidario.

Más allá de las implicancias legales de lo ocurrido, así como de las consecuencias políticas que estas revelaciones podrían generar, resulta importante procesar estos hechos a partir de una ética pública que defienda la transparencia en la política y en los negocios.

Queda claro que los partidos políticos han mentido flagrantemente sobre el financiamiento a sus campañas electorales. Aunque esta conducta no es delictiva, ciertamente ella ha engañado al ciudadano sobre las personas y empresas que de modo poco claro aportaron a las aventuras presidenciales de varios candidatos. Si existiera un verdadero propósito de enmienda, recibir dinero en forma irregular en estas circunstancias debería transformarse en delito y se ajustarían más los controles sobre financiamiento privado a la política. Sin embargo, los cambios producidos en el Congreso de la República apuestan a continuar, salvo pequeñas modificaciones, con un sistema que termina siendo una gran estafa para los electores. Y ello, en algún caso, acompañado de un intento para amedrentar a los medios de comunicación que informan sobre estos hechos.

Pareciera claro que buena parte de nuestros políticos ha procurado medrar en base a las grandes obras de infraestructura. Ello no solo revela la pobre catadura moral de nuestros representantes –salvo honrosas excepciones–, sino también un efecto en la ciudadanía: cada sol o dólar derivado a la corrupción es dinero que se ha dejado de gastar en el bienestar de los ciudadanos.

Creemos que resulta imprescindible que los gremios empresariales hagan una reflexión sobre el tema. Durante años, se supo de las inconductas de estas empresas y, sin embargo, se trabajó con y por ellas. Queda claro que la frontera entre lo público y lo privado es difusa tanto para funcionarios como para empresarios y gestores de intereses. Asimismo, es evidente que se requieren mecanismos de acompañamiento a los Códigos de Ética que, hasta el momento, parecen ser solo meros documentos declarativos, sin sanciones claras. Y, sobre todo, es preocupante la falta de interés por la institucionalidad y las reformas políticas y judiciales que el país requiere.

De lo expuesto se desprende que los ciudadanos tenemos que volver a pensar en nuestra relación con nuestras autoridades. Durante años, hemos tolerado colectivamente nociones como “roba pero hace obra”. Estamos viendo las consecuencias de dicha conducta nociva y sus efectos en la confianza en las instituciones y en la política. Es momento de recomponer nuestros vínculos con la honestidad.