Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 8 de septiembre de 2017

Muy rara vez sucede que la educación escolar ocupe el centro de la atención pública y que se mantenga ahí durante tanto tiempo como en el último mes. La huelga del magisterio ha producido esa extraña situación. Y aunque el debate no ha sido sobre nuestra concepción de la educación ni sobre el enfoque pedagógico de la misma, es innegable que la realidad de los docentes es un elemento fundamental de cualquier reflexión seria sobre lo que sucede en nuestros colegios.

El debate ha estado dominado por las aristas políticas de la cuestión. ¿Quién comandó esta huelga? ¿Cuál es la influencia de agrupaciones afines a Sendero Luminoso dentro del movimiento magisterial? ¿Qué voluntad política real tiene el gobierno para dialogar con los docentes conjugando una concepción sólida de política pública y una capacidad para negociar con pragmatismo, pero sin ceder en lo fundamental de la política pública sobre el magisterio?

Es cierto que se trata de cuestiones urgentes. Pero sería sumamente favorable que esta crisis motivara una discusión de fondo sobre el puesto del docente en nuestro sistema de educación y en nuestra sociedad. Y es innegable que esa situación es la de una postergación crónica no solamente en el aspecto salarial sino también en otros sentidos fundamentales.

El prestigio que alguna vez tuvo el maestro de escuela se ha perdido hasta el punto que muchos ven la docencia como una ocupación de refugio: como la posibilidad de asegurarse un puesto laboral, no como el espacio para realizar una vocación. Eso va de la mano con la precaria calidad de los centros donde se forman los maestros de escuela. El maestro no es formado como un intelectual, y no es invitado a pensarse a sí mismo como tal, sino apenas como el aplicador de técnicas pedagógicas y como el cumplidor de procedimientos organizativos. Una renovación de nuestra educación exige una profunda transformación de la identidad del docente.

Por otro lado, el docente suele ser señalado como el único o como el principal responsable de la baja calidad de nuestra educación. Se pasa por alto que si bien el docente es el punto de contacto directo entre el sistema de educación y el estudiante, detrás se encuentra toda una organización, una concepción, de la cual él o ella son la expresión palpable: más el efecto que la causa.

Y en un recuento de responsabilidades, la sociedad no puede quedar eximida. ¿Qué podría hacer una maestra de escuela, por muy diligente que fuera, para contrarrestar la avalancha de mensajes antipedagógicos, anticívicos, antiéticos y antintelectuales que cada niño recibe cada día desde los medios de comunicación, la vía pública e incluso en sus hogares? Una “comunidad educativa” es el contexto en el cual el trabajo de aula puede ser efectivo. Sin ella, solo estamos pidiendo que sean otros, los docentes, con sus precarios medios, quienes resuelvan nuestra generalizada contaminación antipedagógica.

El prestigio que alguna vez tuvo el maestro de escuela se ha perdido hasta el punto que muchos ven la docencia como una ocupación de refugio.