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Notas informativas 7 de agosto de 2012

Los Personajes imaginarios enriquecen nuestra cotidianeidad

Existe todo un universo de seres nacidos de la imaginación que cobran vida poblando nuestra realidad y ocupan un lugar importante dando sentido, a través de la ficción, a un universo pobre y confuso. Salomón Lerner Febres opina al respecto.

Nacidos de la imaginación y de los sueños, otros seres, otras voces y otras imágenes ocupan un lugar importante en nuestras vidas. Curiosamente, no por estar hechos de ficción sentimos menos su presencia, pues estos elementos han conquistado nuestros mundos para enriquecerlos de sentido, bien porque a través de ellos vivimos las aventuras que hemos postergado o que nos han sido negadas, bien porque nos conducen por los insondables terrenos por los que transita el espíritu del hombre: lo anodino y lo extraordinario, el bien y el mal, la nobleza y la infamia.

La literatura es una de las fuentes de donde surgen estas experiencias no vividas que sin embargo percibimos como reales; otra es el cine. No en vano los alemanes llamaron a este arte träumfabrik, fábrica de los sueños, pues gracias a él podemos acceder a una inédita dimensión.

Sin esa región en la cual la posibilidad se abandona para convertirse, al menos fugazmente, en realidad, lo que llamamos cotidianidad se tornaría en un universo pobre y confuso. Presos de la rutina, seríamos menos sensibles al mundo de los afectos e incluso perderíamos la comprensión de lo más cercano. Sin una mirada más amplia de lo que somos y de nuestras limitaciones, la reconciliación con nuestra humana naturaleza sería una tarea más compleja y menos plena.

El cine celebra pues la vida a través de la ficción. Y, como todo arte elevado, busca lo universal hurgando en los rasgos particulares del alma humana. Visita así todos los mundos, se alimenta de toda voz y de todo estilo, atiende a toda música y a todo ritmo y, por ello, si bien borra fronteras, no cesa en su captura de maneras en las que cada pueblo reconoce su rostro y su historia.

Lo anterior viene a cuento ya que celebramos el Décimo Sexto Festival de Cine de Lima, nacido y desarrollado gracias a los esfuerzos de la Pontificia Universidad Católica del Perú a través de su Centro Cultural. Fiesta que ha logrado constituirse en una verdadera tradición en el calendario cultural del país puesto que ha crecido en el número de películas presentadas, de invitados nacionales y extranjeros, de categorías en concurso y de sedes implicadas, hasta convertirse en un punto de referencia para el cine internacional.

Tiene lugar privilegiado en el Festival el cine latinoamericano, al cual se le comprende no como reivindicación localista, hostilidad hacia lo foráneo o negación de la universalidad esencial de toda gran creación artística. Por el contrario, se lo celebra como un quehacer que existe por derecho propio que ha conquistado madurez y autonomía, variedad y audacia, en suma, esa libertad que es la condición primera de todo arte.

Ahora bien, recorrer ese camino ha supuesto y supone aún afrontar numerosos desafíos y dificultades: el cine latinoamericano ha podido alcanzar indiscutido prestigio enfrentándose audazmente, la mayor parte de las veces, a una industria masiva y voraz, diseñada para inducir apenas el consumo frívolo y pasajero y que cuenta con la complicidad de una maquinaria prodigiosa y abundante en recursos, pero, con frecuencia, carente de vitalidad, de significado y de humanidad. Por ello, ver y apreciar el cine de calidad que se crea en nuestros países constituye una forma de recompensar una labor cargada de entrega, sacrificio y convicción. Es asimismo una oportunidad privilegiada para reconocer que los habitantes de esta parte del mundo compartimos una misma historia, un mismo territorio, una misma lengua y también una misma memoria sobre todo ello.

Si acaso fuera posible sustraer de nuestras conciencias personajes y lugares, voces y colores como los que se encuentran en Cenizas del paraíso, Profundo carmesí, Estación central o Memorias del subdesarrollo, sin contar con las obras más recientes y de las cuales hemos gozado en este querido Festival, sentiríamos cómo perdemos una porción sustancial de nuestra experiencia, se devaluaría la imagen que tenemos de nosotros mismos y de cuanto nos rodea. Y así se haría más pobre el diálogo entre nosotros, ese diálogo en el que, tanto para los individuos como para los pueblos, cobra vida significativa aquello que llamamos identidad.

>>Fuente: La República