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Notas informativas 6 de abril de 2011

Según el filósofo, la actual crisis moral reflejada en la actual campaña electoral se debe fundamentalmente al debilitamiento del valor de la sinceridad en el Perú, algo que ha contribuido al descrédito de la clase política. A continuación reproducimos el artículo completo.

Palabra y acción (*)Por Salomón Lerner Febres

Es común oír hablar de crisis de valores. Se ha convertido en un tópico que no escasea entre quienes buscan dictaminar la naturaleza o las causas de los males de la sociedad peruana. El término resulta muchas veces engañoso y hasta puede tener ciertos ribetes autoritarios; eso se hace evidente tan pronto nos preguntamos cuáles son esos valores que están en crisis y que, por tanto, deberían ser restaurados y promovidos para el bienestar colectivo. En el mejor de los casos, tal discusión nos puede llevar a descubrir que, en el plano de la vida cultural, la democracia consiste en reconocer, o por lo menos en suponer, que distintos valores pueden coexistir con un similar grado de legitimidad. Ello, desde luego, dentro de cierto marco como el que ofrece, contemporáneamente, la doctrina de los derechos humanos.

Lo ya señalado no significa, sin embargo, que carezca de sentido la preocupación por los valores de nuestra sociedad. El sentido común nunca se equivoca del todo; si los males que señala no siempre constituyen el centro del problema, al menos reflejan síntomas e indicios del mismo. Por ello tiene relevancia preguntarse por esa disolución de valores como una forma –aunque no la única– de tomar la medida de nuestras mayores dificultades como sociedad en este tiempo.

Desde la Iglesia Católica se abre una ventana prometedora para esa búsqueda. En una reciente homilía, en este tiempo de cuaresma, se hablaba de las correspondencias y las distancias entre la palabra y la acción, entre aquello que pensamos, lo que proclamamos y lo que en efecto llega a ser nuestro obrar. Los valores de la integridad y de la coherencia son criterios robustos para juzgar la crisis de la moralidad en nuestra sociedad, pues ellos no vienen asociados a ninguna cultura en particular, a ningún estilo de vida en concreto, a ninguna orientación política singular, sino que atañen al sujeto mismo –en tanto persona– y la forma en que él se sitúa frente a sus semejantes y frente a sí mismo.

Sería sumamente fácil evidenciar la decadencia de ese valor en nuestra esfera política. Por desgracia en este terreno, el político que nos presenta por lo general nuestra vida nacional pasa por estar decididamente abierto a la duplicidad. Suele desempeñarse en el terreno del cálculo y de la estrategia, y eso, ciertamente, abre casi de modo inevitable una distancia entre el decir y el hacer. No resulta grato afirmarlo: en el Perú de hoy esa distancia ha llegado a ser tan grande, y la duplicidad, tan sistemática, que la política es generalmente vista como el reino de la inmoralidad. La brecha entre las declaraciones de autoridades y candidatos y sus verdaderas intenciones y actos es tan amplia que ha provocado la incredulidad de la población, yendo más lejos nos atreveríamos a decir que esa inautenticidad de la política en las esferas más altas del poder tiene el maligno resultado de operar como una pedagogía negativa para el resto de la población.

La política, lamentablemente, no es el único ámbito de la hipocresía reinante. (Hypocrités era, de hecho, el nombre del actor en la antigua Grecia). Incluso, por desgracia, en ocasiones dentro de la misma jerarquía eclesiástica se puede intuir esa distancia entre la palabra y los actos, entre lo que se declara y la actuación verdadera. El ejemplo de Jesús es, ciertamente, una vía ardua que muy pocos transitan auténticamente.

Pero eso no puede ser excusa para desentenderse de ese camino y al mismo tiempo decir que se habla en su nombre. La caridad, la compasión, la pobreza de espíritu, la humildad, la solidaridad con el débil y el oprimido han sido históricamente rasgos muy presentes en la Iglesia peruana, y lo mejor de su magisterio. Eso no se puede echar en el olvido justamente ahora que el país necesita un aliento moral que restaure el civismo entre nosotros.

La conjunción entre palabra y acción es lo que sustenta nuestra lealtad a los demás y, ciertamente, la lealtad a sí mismo. No se puede sostener una persona –una identidad– sobre la base de la disociación entre los compromisos que se proclaman y los actos que se realizan. El precio de tal distancia es la inautenticidad, el no-ser, la traición a sí mismo y, por extensión, la deslealtad frente a los que nos rodean. La sinceridad es un valor que se ha debilitado sensiblemente en el Perú. Nuestra crisis moral presente, tan fuertemente ejemplificada en el escenario electoral de hoy, es una crisis de fidelidad a sí mismo. Esa crisis toma la forma de autocomplacencia, de inconsecuencia, de falta radical de caridad. Es pues más que evidente la necesidad de una auténtica conversión.

(*) Artículo publicado el 6 de abril de 2011 en el diario La República