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Opinión 28 de agosto de 2017

El Perú es un país racista. Pero no es el tipo de racismo que encontramos en otros países, como, por ejemplo, los Estados Unidos. Es un racismo clasista. Inclusive, siguiendo a Nugent (2012) seríamos una sociedad jerárquica construida sobre desigualdades de subordinación. Es decir, ser un cholo con plata te blanquea; pero, si bien permite subir escalones sociales, en el fondo, uno sigue siendo lo que nació. Más allá de esta discusión, lo que no podemos negar es que ese racismo, algunas veces asolapado, casi colonial, que se justifica en la broma de mal gusto, está inmerso (o sigue inmerso) en nuestra forma de relacionarnos y de hacer país, clasificándonos y ubicándonos. No se ve al otro como un igual.

Ese racismo que ha acompañado nuestra vida republicana ha estado presente inclusive durante los años de violencia que vivimos en décadas recientes. De acuerdo con la CVR, el 75% de las víctimas fatales tenían el quechua u otra lengua nativa como idioma materno. La pregunta detrás de esa cifra es cómo o de qué manera se puede llegar a afirmar que un 75% de víctimas tenían un perfil característico vinculado no solo a la procedencia sino a su condición socio cultural. La CVR intenta dar una explicación señalando que:

9. (…) ha constatado que la tragedia que sufrieron las poblaciones del Perú rural, andino y selvático, quechua y ashaninka, campesino, pobre y poco educado, no fue sentida ni asumida como propia por el resto del país; ello delata a juicio de la CVR, el velado racismo y las actitudes de desprecio subsistentes en la sociedad peruana a casi dos siglos de nacida la República (2004).

Entonces, ¿estábamos frente a víctimas de una violencia que ocultaba un severo racismo? En efecto; pero ese racismo no solo asentó las bases de la violencia, sino que permite entender cómo se ve a las víctimas por sus victimarios. Richard Rorty citando a David Rieff (1995) resalta cómo en una situación de guerra (como la acontecida en los Balcanes en la década de los noventa), el ensañamiento desde las tropas serbias hacia musulmanes se produjo, por encima de todo, no solo por considerarlos distintos, sino menos que ellos. Rorty quiere resaltar que detrás de estas prácticas no solo estamos frente a violaciones de derechos humanos, sino agresiones a personas que no consideras justamente eso, humanos. Así, detrás de acciones de este tipo, violentas e incluso cruentas, estaría un tipo de racismo tan profundo que no permite ver al otro como humano. ¿Es posible que el racismo pueda ser tan peligroso que lleve a deshumanizar al otro a tal grado que su muerte no solo debe darse, sino que debe ocurrir de manera cruel? ¿Eso nos quiere decir –también- el Informe Final de la CVR?

Esa pregunta rebota cuando revisamos las causas del conflicto. En el Perú se vivió un racismo muy duro que llevó a la muerte de muchos hombres y mujeres. A catorce años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación podemos seguir discutiendo si los responsables somos todos o solo algunos, si se debió o no ponerse la palabra “partido”, o si fueron prácticas sistemáticas fuertemente negadas a pesar de las evidencias. Pero a veces olvidamos que la causa sigue estando ahí sin ser combatida fuertemente. Una causa que juega en pared con lo que el mundo vive con niveles muy distintos, un racismo que incapacita a convivir.

¿Y quiénes son víctimas de este racismo? Todos, pero particularmente los hombres y mujeres pertenecientes a pueblos indígenas. Si bien el Informe Final no resaltó el componente indígena en los términos actuales, si podemos encontrar en sus páginas que la violencia afectó a los pueblos indígenas en diversos grados.

Pero cuidado. En el Perú se sigue viviendo ese mismo racismo y cada vez que puede sale a través de discursos de odio a la vista de muchos por medios sociales. En el Perú, ese racismo limita la posibilidad de tener políticas públicas con enfoques diferenciados o entender que varios problemas tienen que ver con la poca capacidad de ver y reconocer la diversidad cultural no como una limitación, sino como una realidad. Repensar el Estado desde el Estado requiere reconocer que el racismo sigue siendo un grave problema y –si hay que decirlo- la real tara del país.

Ad portas a un bicentenario que esperamos no solo no sea monoculturalmente pensado, sino con la capacidad de presentarnos al mundo como un país (pensaba en algún calificativo, pero creo que solo pedir que seamos un país ya es una gran ilusión), debemos seguir buscando que ese racismo no sirva para asentar las bases de nuevos enfrentamientos, y que permita con ellos nuevas crueldades, no solo físicas sino de otras índoles inclusive.

Para finalizar, quisiera mencionar que la memoria no es cómoda. Cuando salen nuestros demonios internos, no nos gusta verlos, los negamos, los queremos ocultar, nos avergüenzan frente a todos; pero ojo, eso no va a hacer que se vayan, seguirán ahí, mostrando ese lado oscuro que no nos gusta ver. ¿Negarlos va a hacer que se vayan? Como país necesitamos comprender esos hechos, perdonarnos y empezar a ver cómo hacer para vivir con eso. Van catorce años y aún estamos intentando avanzar en esa línea. La violencia que afectó a tantas personas se sostuvo en el racismo. Ese racismo no se va a ir negándolo, sino mediante el trabajo por volver a humanizarnos.

* Gustavo Zambrano, investigador senior y coordinador del área de Académica y de Investigaciones.


Bibliografía

  • COMISION DE LA VERDAD Y RECONCILIACION (2004) Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Lima: CVR.
  • NUGENT, Guillermo (2010) El orden tutelar: sobre las formas de autoridad en América Latina. Lima: Desco – CLACSO.
  • RORTY, Richard (1995) Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo. Tomado de The Yale Review, volúmen 81, número 4, octubre de 1993, p. 1-20. Traducción: Anthony Sampson. Publicado originalmente en Praxis Filosófica Etica y Política, número 5 de octubre de 1995, Departamento de Filosofía, Universidad del Valle, Cali.