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Opinión 27 de febrero de 2018

En textos previos hemos señalado la necesidad de entender rectamente el concepto de reconciliación ahora que el gobierno lo ha puesto oficialmente en circulación. No abundaremos en lo ya sabido: el sesgo oportunista e insincero del uso oficial del término. Antes bien, intentemos contribuir a entender lo que se debiera haber asumido honestamente como un real horizonte para este problema.

Creo no es discutible el que entendamos que la reconciliación implica una honda transformación de nuestra cultura y nuestras instituciones de manera que lleguemos a constituir una sociedad más humana y, por lo mismo, más democrática.

En el lenguaje internacional sobre sociedades que emergen de situaciones de violencia armada o de autoritarismo se suele mencionar como una de las metas pendientes aquella de ofrecer a las víctimas y a la sociedad entera garantías de no repetición. En un sentido estricto, esto se refiere a la desactivación de los factores inmediatamente conectados a la violencia y a los crímenes.

Más allá de combatir a través de la educación ideologías perversas, se debería, por ejemplo, proscribir de la administración pública a los responsables estableciéndose así una garantía de que los abusos no se repetirán. Pero en un sentido más amplio esas garantías se vinculan con necesarias reformas institucionales. Es decir con los factores –tanto culturales, ideológicos y contextuales– que hicieron posible la violencia, el autoritarismo, la atrocidad y la impunidad.

Una actitud del respeto debido a las víctimas en el Perú –única forma moral de empezar a entender la reconciliación— tendría que cobrar la forma de un vigoroso impulso dirigido a realizar cambios en nuestras instituciones. Se trataría entonces de decirles a las víctimas y a la sociedad entera, y, dentro de ella, a los marginados de siempre que el Perú y su Estado han aprendido la lección, que ahora sabemos que no se puede convivir con la exclusión, con el desprecio, con la inequidad ni con la injusticia sistemática y a partir de allí actuemos en consecuencia.

Son muchas las instituciones que tendrían que ser hondamente reformadas para que esa idea de reconciliación se haga vigente como un discurso y un proceso genuinamente humanitario y justiciero. Una de ellas es el sistema educativo que sigue siendo fuente que reproduce segregación y marginación, además de ofrecerse muchas veces como espacio donde se reproducen actitudes autoritarias o intolerantes. Otra institución clave debiera ser la vinculada a la administración de justicia: es ahí donde los ciudadanos debieran tener una experiencia concreta de lo que significa “igualdad ante la ley”, piedra miliar de toda sociedad democrática.

Así como esos dos grandes sistemas, también se precisaría de una transformación en las demás instancias donde el Estado rinde algún servicio directo a la población: desde las postas de salud hasta las comisiones creadas ad hoc para atender emergencias. La descuidada reconstrucción de porciones del país devastadas hace un año por aludes e inundaciones constituye, en rigor, una poderosa metáfora del muy escaso ánimo reconciliador del Estado en ese sentido profundo. Necesitamos avanzar hacia una actitud pública simple y radical a la vez: comenzar a valorar la vida y la dignidad de los ciudadanos. Ello sería, ciertamente, un acto de reconciliación de contenido moral y democrático que nuestro país requiere.