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Notas informativas 27 de agosto de 2019

El 2021 será el año en que el Perú celebre 200 años de vida republicana, un hito clave para producir una reflexión sobre nuestra historia, pensar en los pasos dados y los desafíos presentes y futuros. Se cumplirán también poco más de dos décadas del fin de una época oscura, marcada por la violencia, el autoritarismo y la corrupción endémica, y cuyas raíces no terminamos de extirpar de nuestra sociedad. Algo que tampoco merece olvidarse.

El conflicto armado interno dejó como saldo una cifra estimada de 69,000 personas muertas o desaparecidas de acuerdo a la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). De lejos, el conflicto de mayor duración, el más extendido geográficamente y el de mayor impacto en toda nuestra historia. Las respuestas del Estado frente a las secuelas y el daño ocasionado por la violencia de las Fuerzas Armadas, de grupos terroristas y de los comités de autodefensa han debido ser, por tanto, excepcionales y acordes a las demandas de justicia, verdad y reparación de las víctimas y de los sobrevivientes.

Las medidas dadas por el Estado al respecto son reconocibles y han sido analizadas largamente por la academia, organizaciones de derechos humanos y principalmente por las asociaciones de víctimas y familiares. Existe un marco normativo e institucional claramente definido y estable que ha permitido dar respuestas a las demandas de verdad, reparación y memoria, y se han logrado algunas reformas institucionales importantes. En ningún caso, sin embargo, se está ante procesos culminados y plenamente satisfactorios para las víctimas, por lo que también ha habido retrocesos y deudas pendientes.

No podemos decir que se ha tenido el mismo nivel de avance en la reinserción de los perpetradores en la sociedad. Se trata de un asunto espinoso, incómodo y que no ha tenido un espacio en la agenda de la transición post conflicto. Carlos Tapia, ex miembro de la CVR, ensayó un mea culpa al explicar que una de las deficiencias no cubiertas por la Comisión fue no tomar en cuenta qué hacer con los presos por terrorismo una vez cumplan sus condenas[1].

El problema ya estalló y no queremos darnos cuenta. Desde el 2010, altos dirigentes de Sendero Luminoso (SL) y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) han comenzado a salir en libertad al cumplir sus penas. Los casos más sonados han sido los de Lori Berenson (MRTA) en 2015, Maritza Garrido Lecca (SL) en 2017, y Osmán Morote y Margot Liendo (ambos SL) en 2018 -aunque estos últimos retornarían a prisión posteriormente-. Detrás de estos rostros visibles, se desconoce cuántas personas condenadas por terrorismo ya se encuentran en libertad.

Por años, este tema estuvo dormido, pensando ingenuamente que el conflicto había quedado atrás y que podíamos dar vuelta a la página sin leerla y sin pensar en el largo plazo. Ahora, ya tenemos un problema. Y lo es porque no hubo planificación y porque ni siquiera se discute seriamente qué hacer con estas personas, ya sea por miedo, por incapacidad o por desdén.

Los resultados de esta desatención son notorios. Al segundo que salen de prisión, predomina la histeria colectiva, las portadas de los diarios cubren por días la noticia -aunque prima la desinformación- y el fantasma del terrorismo vuelve a instalarse en la ciudadanía; eso hasta que los ex terroristas comienzan a alejarse del foco de los medios de comunicación, principalmente de Lima. Pasado esto, todo vuelve a la “normalidad” o al olvido.

El Estado no tiene un plan de reinserción social para ex terroristas, como tampoco lo tiene para procesados por otro tipo de delitos, y por ahora las respuestas que ha dado se han enfocado en excluirlos de la administración pública, de las escuelas y de toda instancia de participación política, sin saber exactamente hasta qué nivel se les permite reconstruir sus vidas. Mientras que para buena parte de la sociedad hay reticencia a que se integren en la vida social y política del país como sujetos con derechos. La realidad es que se desconoce si las personas ex condenadas tienen arrepentimiento, si han abandonado su ideología política, si han cortado o no su nexo con las organizaciones terroristas, o si tienen nuevos proyectos de vida.

Parte de responder a las demandas de justicia, verdad y reparación pasan por que el Estado y la sociedad también presten atención a los perpetradores; a los que salieron de prisión, a los que están por salir y a los que nunca fueron encarcelados y continuaron compartiendo espacio con las víctimas y sobrevivientes en las comunidades. El Estado tiene una deuda con las víctimas para reparar el daño ocasionado por la violencia y el abandono, pero también una obligación por garantizar una convivencia entre peruanos, por resocializar y transformar a quienes fueron perpetradores y, queramos o no, coexisten con nosotros.

* Eduardo Hurtado, investigador del IDEHPUCP, actualmente miembro del Área de Proyecto y Relaciones Institucionales.