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Opinión 14 de abril de 2018

Se desarrolla en estos días en nuestra capital la VIII Cumbre de las Américas. A la vista de la crisis por la que atraviesa nuestro país, podría sonar irónico que el tema de la cumbre sea la relación entre gobernabilidad democrática y corrupción. Pero conviene recordar que la experiencia traumática de la corrupción en estos años está lejos de ser privativa del Perú. La red de corruptelas creada por Odebrecht se ha ramificado por varios países de la región, y, por lo demás, las operaciones turbias de dicha empresa no constituyen el único factor de corrupción en nuestros países.

Es, entonces, pertinente que los representantes de los países de América reflexionen y, más que ello, elaboren propuestas concretas sobre cómo poner atajo a este mal que, además de las enormes pérdidas económicas que genera, socava la legitimidad del orden democrático.

Desde ese punto de vista, el concepto de gobernabilidad resulta clave. El problema de la corrupción y la gobernabilidad puede entenderse al menos en dos sentidos. Uno de ellos es el que se acaba de mencionar. Si se entiende por gobernabilidad la capacidad que el poder político tiene para conducir a la sociedad en una cierta dirección, entonces el factor de la legitimidad resulta indispensable. Si hablamos de gobernabilidad democrática, y no de imposición autoritaria, es evidente que solo el poder que es considerado válido por la población puede gobernar efectivamente. Un poder sin credibilidad está incapacitado de desarrollar políticas públicas, es decir, de proponer metas y cursos de acción a la población. Y, por lo tanto, el espectáculo de la corrupción es un serio límite a la gobernabilidad, pues ella resta credibilidad a los gobernantes. Un ejemplo típico es el de las políticas de recaudación tributaria: ¿cómo incentivar a los ciudadanos a tributar cuando la experiencia dice que su dinero va a servir para el enriquecimiento ilícito de los que gobiernan?

Desde otro punto de vista, la corrupción atenta contra la gobernabilidad al hacer que las acciones del Estado resulten costosas e ineficaces. La corrupción es la causa de la dilapidación de los recursos públicos. Ella disminuye las posibilidades de que se satisfaga realmente alguna necesidad de la población. Y además interfiere con los programas de gobierno razonables, si los hay, al desviarlos para priorizar acciones que den ocasión al lucro ilegal. La proliferación de obras públicas innecesarias y sobrevaluadas en nuestro país debería relevarnos de mayor explicación al respecto.

En suma, estamos hablando de una cuestión central para el futuro de nuestras democracias. Es cierto que, como se suele recordar, una cumbre, una serie de discursos y un pronunciamiento no resuelven los problemas prácticos. Pero otra forma de verlo es que esta es ocasión para movilizar a la sociedad civil, para asumir desde ella una agenda de demandas y de propuestas impostergables. Corrupción o democracia: hay un momento en que nuestras sociedades tienen que optar por una o por otra.