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Opinión 31 de julio de 2012

Salir de este tipo de concepción “esencialista” de la identidad colectiva supone recordar que un grupo social es un conjunto de individuos que comparten ideas, valores, prácticas sociales, una herencia y propósitos comunes. El tejido histórico-social de la comunidad está compuesto por los hilos de las historias personales de sus miembros. Sus fines y acciones coordinadas le dan sentido a la trama común de experiencias que animan un relato acerca de lo que cada uno ha hecho consigo mismo, de lo que quiere y no quiere ser.

Comprender nuestra identidad supone asimismo colocar la cuestión relativa a quién califica como miembro de la comunidad política del país, esto es, como ciudadano. La llamada “independencia nacional” significó el acceso de la población criolla –los “españoles americanos”– a la conducción del Estado, mas no implicó la inclusión política y económica de la mayoritaria población quechua y mestiza. El tributo indígena no fue abolido con la independencia, tampoco la esclavitud fue erradicada; solo obtuvieron la libertad los descendientes de esclavos nacidos después del 28 de julio de 1821.

Es así como puede constatarse en el Perú la dificultad para la construcción de un proyecto político democrático que funcione como un trasfondo ético, legal e institucional para afirmar nuestra identidad y el reconocimiento igualitario. Han florecido en nuestra mal llamada “historia republicana” regímenes autoritarios basados en el caudillismo, en los privilegios de unos pocos y en la presencia de “instituciones tutelares”; gobiernos que han preservado los modos de discriminación en términos de raza, cultura, género y estatus socioeconómico y que no se han preocupado por edificar una cultura de la inclusión ni por construir alguna clase de proyecto político.

Se podría sostener que la idea de identidad nacional está fundada, más bien, en el trabajo de la memoria y a partir de ella en la voluntad de “hacer historia”. La memoria alude a la reconstrucción de las vivencias de las personas y de los pueblos a través del testimonio y la palabra viva de sus usuarios. Desde la construcción narrativa que tiene lugar en el presente se ordenan las vivencias del pasado: sus propósitos, valoraciones, situaciones y desafíos diversos, todo aquello que ha llevado a constituir y comprender lo que cada uno es hoy. Por otro lado, asumiendo lo experimentado, el hecho de avanzar en el tiempo planeando y haciendo realidad un proyecto resulta fundamental, puesto que así se complementa el peso de lo que fuimos y se otorga vigencia al presente.

Llegados a este punto, podríamos preguntarnos si hemos madurado en estas dimensiones –que finalmente son ético-políticas– reveladoras de nuestro ser y nuestro estar como sociedad que se reclama “peruana”.

Temo que la respuesta no sería muy alentadora. Me inclinaría a pensar que nuestro pasado se halla aún deformado por “historias oficiales” en las que es más importante lo que no se dice, o lo que se disfraza, que la verdad y autenticidad de lo vivido; en otros términos, somos un país con una memoria enferma. Si ello es así, entonces resulta claro que, también, somos en el presente y avizorando el futuro una sociedad que se agota en la retórica vacía o, a lo mejor, en los buenos deseos, pero que en el fondo no sabe lo que quiere ser o, si lo sabe, no se halla dispuesta a trabajar con esfuerzos redoblados para hacer frente a desafíos gigantescos. Memoria descuidada, voluntad débil, conocimiento frágil sobre nuestra historicidad: no hay duda de que todavía nos queda mucho por hacer.

>>Fuente: La República