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Opinión 6 de febrero de 2015

Desde entonces, desde la época en que, avanzando desde el este y desde el oeste, las fuerzas aliadas iban descubriendo con espanto los recintos de muerte multitudinaria del imperio nazi, se han escrito bibliotecas enteras para documentar este horror.

Los hechos son irrefutables como lo es, también, su magnitud, salvo para un puñado de “negacionistas” que todavía insisten en cerrar los ojos al crimen o en reducir sus proporciones. También es relativamente claro el proceso histórico que llevó a los hechos, la inserción de esta agresión sin límites dentro de una larga historia de antisemitismo, así como los mecanismos totalitarios que condujeron a toda una sociedad a consentir en el crimen masivo.

Y, sin embargo, el genocidio perpetrado por el régimen nazi permanece como un negro misterio, como una incógnita que acosa y que desasosiega continuamente a nuestras conciencias civilizadas, modernas, formadas en siglos de pensamiento humanista, fecundadas por convicciones religiosas que, a lo largo de más de dos mil años, nos han instruido sobre el valor de la vida humana, del prójimo. ¿Cómo fue posible que eso ocurriera?,  ¿cómo es posible que se llegue a una situación en la que ha desaparecido todo rastro de compasión? ¿cómo  se disuelve el respeto y la reverencia que nos debe suscitar el solo y simple hecho de la vida humana?

Son esas las preguntas centrales que nos venimos haciendo desde entonces. Y estas preguntas, más que reclamar una explicación psicológica, hurgan en nuestra condición humana, tanto en su dimensión trascendental, la de nuestra conciencia, nuestro espíritu, cuanto en su dimensión histórica, esto es, en el problema de nuestra civilización y  las frágiles convicciones sobre los que ella se levanta.

Aunque difícilmente se encontrará en la experiencia contemporánea nada que se compare al horror nazi, preguntas como aquellas mantienen una perturbadora vigencia y deberían interpelar constantemente a nuestras conciencias. Y ello ha de ocurrir, pues en el mundo que vivimos la negación de la vida, la indiferencia frente al sufrimiento humano, la arrogancia con que el poder todavía pisotea a la dignidad humana, la frialdad de la técnica y el ansia exorbitante de poder son realidades cotidianas.

Al final encontramos un poco de consuelo: algo hemos aprendido.  Si el mundo que se construyó “después de Auschwitz” no suprimió la atrocidad autoritaria, sí ha sabido oponerle  a esa desgracia un lenguaje, una sensibilidad y una acción que, con mucha tenacidad y afrontando no pocos riesgos, se empeña en decirle al poder que la vida y la dignidad de hombres y mujeres están siempre más allá de todo fuero estatal. La cultura de los derechos humanos no ha desterrado al horror.  Sin embargo hoy sabemos llamarlo por su nombre y esa es ya una conquista de nuestro tiempo.