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Opinión 16 de octubre de 2015

Cincuenta años después de iniciadas las acciones armadas, las denominadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) iniciaron, luego de varios intentos fallidos, un proceso de conversaciones de paz con el gobierno colombiano. Ello ocurrió luego que, durante la última década, un conjunto de acciones disminuyeran sus fuerzas. De un lado, la actuación de las Fuerzas Armadas colombianas que dio duros golpes a las FARC. Del otro lado, el descrédito en el que cayó la mencionada organización armada, luego que se descubrieran sus vínculos con el narcotráfico, así como por sus acciones en contra de la población civil.

No ha sido la primera vez que el Estado ha buscado acabar con el conflicto a través de la negociación con los actores armados. A fines de la década de 1980 se consiguió la desmovilización del Movimiento 19 de Abril (M-19), varios de cuyos miembros hoy intervienen en política. Durante la década de 2000, el entonces presidente, Álvaro Uribe, impulsó una Ley de Justicia y Paz para desmovilizar a los paramilitares, con resultados altamente controvertidos. Si bien se logró el fin de las Autodefensas Unidas de Colombia y se puso a las víctimas en el centro del debate, solo 9 personas recibieron condenas firmes por violaciones a los derechos humanos y varios de sus integrantes se involucraron en bandas criminales vinculadas a la economía ilegal. De allí que, hasta el momento, se siguiera con natural escepticismo las rondas de conversaciones sostenidas en los últimos tiempos con las FARC.

A pesar de dicho recelo, se han logrado acuerdos importantes en torno a temas como el régimen agrario, la participación política y cómo enfrentar el tema del narcotráfico. En lo que a nosotros respecta, los acuerdos más recientes tocan temas bastante sensibles, como la formación de una comisión de la verdad que esclarezca los principales hechos vulneratorios de los derechos humanos, así como la creación de una jurisdicción especial para la paz, donde varios hechos serán sometidos a una amnistía, excluyéndose de la misma a crímenes de lesa humanidad, genocidio y violencia sexual contra la mujer.

Sin duda, se ha buscado una salida que combine la posibilidad de reincorporación de los miembros de la guerrilla a la vida política, con la opción de sancionar los más graves crímenes. No se trata de una opción fácil, pues genera muchas preguntas. ¿Cuánta impunidad es necesaria para la paz? ¿Se puede canjear verdad a cambio de justicia? ¿Se podrán hacer procesos justos que puedan ofrecer justicia a las víctimas?

Aún existiendo estas dudas, esperamos que Colombia pueda alcanzar la paz, a pesar de que existen personajes como el expresidente Uribe que, desde una línea dura, intentan sabotear un proceso que, finalmente, puede poner término a un conflicto que durante cinco décadas ha venido afectando a nuestros hermanos colombianos.

(16.10.2015)