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Opinión 27 de enero de 2017

Esta noción tiene varias dimensiones que sería necesario rescatar. Una de ellas es la vocación de servicio público. En una democracia funcional es de esperarse que quienes aspiran a un cargo público tienen una trayectoria previa que avale su pretensión. Esa trayectoria no solamente acredita sus competencias, su conocimiento o su familiaridad con la administración; además de eso, y principalmente, una historia previa en algún nivel de la función pública es una demostración de compromiso. Ese compromiso trasciende ideologías y programas. La democracia, como es obvio, no demanda que sea una sola aproximación ideológica la que gobierne. La democracia es, precisamente, una instancia que acoge la diferencia y la competencia. No exige, entonces, una uniformidad de pensamiento sobre lo que cabe hacer con la cosa pública. Pero sí se necesita que, por lo menos, quienes aspiren a actuar en ella puedan dar muestras de tal vocación.

Eso, como sabemos, no existe en nuestro país desde hace décadas. Tenemos una democracia donde predominan los candidatos improvisados. Una vez más, eso plantea un problema de eficiencia, pues se trata de personas que llegan a cargos de poder sin ninguna experiencia previa. Pero esta situación presenta, sobre todo, un problema político-moral: nuestras autoridades electas o nombradas no tienen un pasado público que genere confianza o, por lo menos, una expectativa fundada sobre su compromiso.

La otra dimensión de esta cuestión se acerca más a la noción de coherencia o consecuencia. Hablamos de un compromiso entre las autoridades electas y la ciudadanía que los eligió. Se trata de la obligación de honrar la palabra empeñada, de cumplir las propuestas por las cuales se consiguió el voto, de ser y actuar en consonancia con lo que se ofreció en una campaña electoral.

La consecuencia o el compromiso pueden referirse al programa de gobierno. Pero en un plano más fundamental se encuentra la defensa de las instituciones democráticas en sí mismas. Un gobierno es elegido con la expectativa de que sea un leal custodio de dichas instituciones y de la Constitución. Eso es particularmente cierto en el Perú, donde la democracia siempre está bajo el acecho de propuestas autoritarias que gozan de popularidad. Un gobierno elegido como barrera contra la tentación autoritaria tiene ahí, entonces, un compromiso esencial, un compromiso que define su legitimidad. Ni la debilidad relativa ni la supuesta prioridad de otros objetivos de gobierno lo puede relevar de esa obligación, que fue la que dio origen a su mandato. Claudicar ante el autoritarismo sin movilizar antes todos sus recursos equivale a una falta grave a ese compromiso esencial, y aunque eso no vuelva ilegal su actuación, sí la sitúa en el camino de una ilegitimidad histórica.

Una democracia subsiste cuando compromisos elementales como el descrito son honrados. Solo eso garantiza la adhesión y la lealtad de la ciudadanía y su determinación, a su vez, de defender las normas y los consensos democráticos por los cuales nos proponemos vivir colectivamente.