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Opinión 20 de abril de 2018

Los terribles sucesos de la última semana en Siria han traído nuevamente a las primeras planas un conflicto tan prolongado y horroroso que tendemos a olvidarlo. Esa es una de las trágicas condiciones de nuestra época: al tiempo que se multiplican los medios de comunicación en los más diversos formatos, estos se embarcan en una competencia desenfrenada por la presentar novedades.

Los conflictos, por su espectacularidad, por los dramas humanos que involucran, por la mezcla de política y violencia armada que los constituye, son siempre candidatos a ocupar las primeras planas y los horarios estelares. Pero detrás de ellos siempre hay otro conflicto, otro escándalo, otra calamidad lista para desplazarlos de nuestra conciencia. Vivimos, así, sin cultivar una genuina conciencia histórica del mundo que habitamos, y experimentando ráfagas de indignación que rara vez llegan a fructificar en una manifestación efectiva de compasión humana.

En el caso de Siria, como en varios otros resultantes de lo que alguna vez se denominó, con ingenuidad, la “primavera árabe”, la complejidad de los hechos y procesos dificulta, por lo demás, una toma de posición clara. No me refiero únicamente a la diversidad y al carácter elusivo de los actores directos en pugna, sino también, como suele ocurrir, a la geometría de la lucha entre potencias. Al igual que en tiempos de la “Guerra Fría” las mayores potencias armadas dirimen sus disputas de manera vicaria, en otros territorios y respaldando a los grupos locales en lugar de enfrentarse directamente entre ellas.

Más allá de eso, el caso de Siria nos recuerda de una manera trágica todo lo que salió mal en ese proceso de caída de dictaduras o viejas satrapías en diversos países del oriente medio. Hay que tener presente que el proceso que se vivió no fue únicamente el de una tensión entre dictadura y democracia sino también, y con una mezcla sumamente compleja, el de una colisión entre tendencias seculares y tendencias religiosas. Y no siempre los alineamientos fueron los que cabría suponer: la dictadura del Sha de Irán, como la de Túnez, fue secularizante. También la de Hosni Mubarak, en Egipto.

Cuando se produce las revueltas, las masas que podían haber estado luchando por la democracia o por cierta liberalización resultan subordinadas a la dirección de las organizaciones proclives a restaurar la hegemonía religiosa, que va en contra de muchos derechos civiles. En el caso de Siria, como se sabe, la lucha contra la dictadura de Bashar el Asad pronto se vio sobrepasada por la campaña guerrera de una de las más feroces organizaciones islamistas extremas de nuestro tiempo, el Ejército Islámico, decidido a restaurar un califato en la región.

Y es ahí donde el juego de las potencias regionales –Irán, Israel—y globales –Estados Unidos, China, Rusia— toma la forma de un rompecabezas en el que, como se sabe, no hay salida satisfactoria a la vista. Lo que queda, en el medio de todo ello, es una población martirizada por varios fuegos cruzadas y un mundo intermitentemente indignado  y atónito.