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Opinión 26 de junio de 2015

Decir eso no significa justificar ni mitigar la gravedad de los actos de vandalismo cometidos por el sector más radical de la población opuesta a este proyecto. Todo acto de violencia es ilegal, equivale a la violación de los derechos de otros ciudadanos y, en última instancia, solamente hace más difícil llegar a una solución.

Pero ese radicalismo, lamentablemente, es el reverso de la forma autoritaria y muchas veces engañosa con que el Estado y las grandes empresas de extracción quieren imponer sus objetivos. En este caso, por ejemplo, mediante un estudio de impacto ambiental que ofrece motivos para la duda y la intención de seguir adelante con el proyecto prescindiendo de la necesaria licencia social.

Uno de los rasgos más visibles del comportamiento estatal a lo largo de este siglo es su estrecha alianza con las grandes empresas de la industria extractiva. Se entiende, ciertamente, que el Estado y los gobiernos busquen la continuidad de las inversiones que impulsan el crecimiento económico y apuntalan el fisco. Sin embargo, hay una diferencia entre desarrollar una política de estado que promueva la inversión y convertir al Estado en un favorecedor sistemático de los intereses de las empresas prescindiendo de toda otra consideración social e incluso jurídica.

Al hacer esto último el Estado deja de ser un árbitro legítimo que discierne entre los intereses de los diversos actores sociales tomando en cuenta el derecho, las reglas de juego democráticas y el interés público. Su parcialidad siempre en favor de las empresas hace que sea percibido por diversos sectores de la sociedad como una parte interesada más, como un actor que está actuando ilegítimamente como juez y parte. Y, al ocurrir eso, la capacidad del Estado para llamar al orden, para plantear soluciones a situaciones conflictivas y para presentar sus decisiones como necesidades para el bien público resultan severamente erosionadas. Tenemos, en resumen, un Estado percibido como ilegítimo y, por consiguiente, incapaz de ejercer una gobernabilidad democrática. Y, en esas circunstancias, una parte de la población recurre a la violencia mientras que el propio Estado se refugia en el autoritarismo.

Nos encontramos, de esta manera, ante un círculo vicioso –un ciclo repetitivo de desborde social y represión violenta—cuyo horizonte más amplio es la desaparición de la política en el país. Pues, en efecto, en este juego de engaños, protestas violentas y represión, es imprescindible preguntarse dónde están los partidos políticos que deberían ejercer la representación y encauzar el conflicto por vías pacíficas e institucionales.

Una vez más, el conflicto alrededor del proyecto Tía María nos recuerda, de una forma especialmente dramática, esa gran tarea siempre descuidada, la de reconstruir la política en el Perú; sin ella no habrá democracia sostenible.