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Opinión 16 de julio de 2018

El espectáculo sórdido de la corrupción de nuestras instituciones continúa socavando, cada vez más, la fe cívica del país y, de ese modo, corroyendo las bases mismas de nuestra democracia. En esta semana ese espectáculo vergonzoso e indignante ha sido brindado por miembros del Consejo Nacional de la Magistratura y por jueces de la Corte Suprema y de una Corte Superior. Diversas grabaciones nos los han mostrado traficando influencias, manipulando dolosamente nombramientos e incluso acordando alguna sentencia en un caso de violación sexual de una menor de edad. Es difícil pensar en factores de desprestigio más graves que los que hemos conocido en estos días.

Esta corrupción, que se ha convertido en una experiencia cotidiana, en un término inevitable siempre que se hable de nuestros asuntos públicos, tiene implicancias que van más allá del delito y la sanción. En su sentido más profundo, entendemos por corrupción la desnaturalización de un organismo, la alteración de su identidad y de su naturaleza, la tergiversación de sus fines o razones de ser. La corrupción de nuestras instituciones “democráticas” consiste, precisamente, en convertirlas en negación de la democracia o en factores de destrucción de la democracia, justamente del valor que las legitima.

Es sabido que la democracia que pretendemos tener se sustenta en la división de poderes y en la organización de un Estado al servicio de la ciudadanía. Es decir, al servicio de sus derechos y en procura permanente de su bienestar. En el caso de la administración de justicia, como se sabe, la razón de ser de sus instituciones, cargos, oficinas y agencias no es otro sino el garantizar la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Un magistrado que canjea favores y que compra y vende privilegios es no solamente un delincuente sino también un destructor del orden democrático en el que cínicamente se ampara.

Hoy asistimos a la corrupción de todos los poderes. Aquellos poderes identificados como tales en nuestro diseño constitucional –Ejecutivo, Legislativo y Judicial- nos brindan desde hace años, cotidianamente, testimonio de su degradación moral. Hoy hablamos del Poder Judicial y de organismos como el CNM. Pero ello sólo es la continuación de la zafiedad y del poco respeto al orden democrático de parte de un  Congreso,  en el que abundan actos que defraudan la fe pública, así como de un Poder Ejecutivo pusilánime ante la destrucción del Estado de Derecho, un poder que en su pasado reciente se ha prestado, más bien, a favorecer el enriquecimiento ilegítimo de funcionarios públicos y sus allegados o socios.

Lamentablemente existen además otras funciones del Estado se suman a esa espiral de degradación. El sistema electoral es una de ellas. Las oficinas que deberían garantizar que la voluntad ciudadana se cumpla tampoco presentan muestras de pulcritud, nos ofrecen más bien, manejos turbios y favoritismos inaceptables.

No hay lugar, de ninguna forma, para el disimulo. El país vive una crisis grave y profunda y resulta muy difícil pensar en una institución que pueda enfrentar con éxito  a esta corrupción omnipresente. La reacción cívica, democrática, demandante de legalidad,  una vez más es indispensable. La democracia peruana se salvará por los restos de civismo que queden entre sus ciudadanos y no por la improbable virtud de los gobernantes.