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Opinión 27 de agosto de 2015

Los detractores: la discusión sobre las responsabilidades

Poco antes que el Informe Final de la CVR fuera dado a conocer a la opinión pública, aquellas personas o grupos que podían sentirse aludidos o afectados por las afirmaciones y conclusiones que se vertían en el mismo emprendieron una fuerte campaña en contra de este grupo de trabajo y sus miembros. Dicha campaña fue más feroz una vez que se presentó el Informe, dado que achacaba fuertes responsabilidades políticas a los tres gobiernos que dirigieron el país durante los años de violencia, así como criticaba las acciones y omisiones de los partidos de izquierda, los gremios empresariales y algunos altos jerarcas de las iglesias católica y evangélicas entre 1980 y 2000, frente a los graves sucesos que vivía el país.

Los ataques intentaban señalar que existía un sesgo contra las Fuerzas Armadas por parte de la Comisión, equiparando sus acciones con las de Sendero Luminoso. En esta narrativa, poco importaba que el Informe Final señalara claramente que el principal responsable de lo ocurrido, a partir de las cifras estimadas de muertos y desaparecidos, fuera la mencionada agrupación subversiva, o que se reconociera el esfuerzo de policías y militares que murieron o fueron heridos en cumplimiento del deber de defensa de los derechos ciudadanos durante el periodo de violencia.

En esa línea, las críticas se centraron en temas difíciles de comprender por la ciudadanía en general, tales como la denominación del periodo como un conflicto armado interno – definición proveniente del Derecho Internacional Humanitario y que no excluye la calificación de las acciones de Sendero Luminoso y del MRTA como terroristas – o el empleo de un determinado método estadístico para calcular el número de muertos y desaparecidos como producto de la violencia. Los más avezados en los ataques aludían a los fallecidos como producto de las acciones de las fuerzas del orden como meros costos a pagar por la pacificación del país.

Cierto es que, al concentrarse la discusión pública en este punto, buena parte de la riqueza del debate en torno al trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación se pierde. De hecho, al concentrarse el debate en torno a las responsabilidades, las acciones y reacciones tienen una lógica de defensa y ataque, sobre todo por parte de actores que tienen y pretenden mantener una presencia en la vida política del país. Esta cuestión también ha obligado a los principales defensores del Informe Final a responder estas críticas, lo que ha generado que sigamos concentrados, más de una década después, en las posibles responsabilidades éticas, políticas y judiciales de los actores del conflicto.

Todo ello se produce en un contexto en el que la actividad política pasa por la descalificación del rival antes que por la discusión alturada de ideas y en el que ninguno de los involucrados en estos hechos – con algunas excepciones – acepta su entera responsabilidad por su actuación en los años de violencia.

El arte y la violencia: volviendo a las historias concretas

Mientras los actores oficiales de la escena pública se concentraban en aminorar sus deudas frente a la sociedad por lo ocurrido durante las dos últimas décadas del siglo XX, un conjunto de creadores artísticos se sensibilizó con los contenidos del Informe Final de la CVR y comenzó a plasmar experiencias personales o colectivas en torno a lo ocurrido durante los años del terror. Aunque aún no existe un catálogo completo de obras producidas en torno a este periodo de nuestra historia, los últimos doce años constituyen un periodo especialmente prolífico en torno a la producción cultural sobre el conflicto armado interno.

Solo en este año, dos libros y una película han marcado la reflexión sobre este periodo, a través de entradas novedosas y que, a su manera, nos devuelven a aquel elemento de la CVR que mayor impacto causó en su momento en el público: las audiencias públicas.

José Carlos Agüero, en Los Rendidos, interpela al lector a partir de una revelación: el historiador se reconoce como hijo de dos miembros de Sendero Luminoso que fueron ejecutados extrajudicialmente. A partir de esta revelación inicial, el autor explora en la vida familiar de aquellos niños y adolescentes que colaboraban con sus padres en actos preparatorios para las acciones que vulnerarían los derechos de cientos de peruanos, así como, sobre todo, en la exploración sobre la estigmatización y en algunos discursos empleados desde los organismos de defensa de derechos humanos. Con una condena clara al terrorismo, en tono de ensayo confesional, estamos ante un texto sobrecogedor tanto por sus revelaciones como por la interpelación que nos hace: ¿qué hacemos con las historias de los hijos del terror, quienes hoy están entre los treinta y cuarenta años?

Similar interrogante, desde otro actor, sugiere Renato Cisneros en su novela La Distancia que nos separa. Empleando la historia real de su padre, el general EP Luis Cisneros Vizquerra, el escritor y periodista no solo salda cuentas con una historia familiar compleja – como muchas en la clase media limeña -, sino también con un discurso bronco y duro empleado por el protagonista de la historia en torno al combate contra la subversión, donde nociones como derechos humanos quedaban fuera de su libreto. Al mismo tiempo, se cuelan los recuerdos sobre el periodo de quienes éramos niños y adolescentes en aquellos años y vivíamos en una burbuja apenas perceptible, pero que al primer apagón o coche bomba podía reventarse. Si Agüero retrata bien a los hijos de los subversivos, Cisneros cumple la misma función con los vástagos de los jefes militares.

En la cartelera limeña actual resalta una cinta: Magallanes. Dirigida por Salvador del Solar, a partir de una novela corta de Alonso Cueto, se nos cuenta una historia verosímil. ¿Qué pasa cuando un exmilitar, convertido en un perdedor profesional, desea reparar sus culpas con una mujer violada que se había convertido en la preferida del oficial a cargo de una base contrasubversiva? Con un fuerte alegato final en quechua sobre la dignidad frente al ofrecimiento del dinero para acallar una historia, la película nos devuelve a las interrogantes sobre los límites de la reconciliación personal, la amnesia personal y colectiva y, por cierto, a las secuelas del conflicto.

¿Por qué resultan tan importantes expresiones artísticas como las antes mencionadas para el debate sobre un periodo tan fuerte de nuestra historia? Porque, fuera de seguir mencionando las responsabilidades que les competen a diversos actores armados y políticos, se concentra en historias con las que podemos sentirnos identificados. Cuando apreciábamos, en las audiencias públicas de la CVR, los testimonios de peruanos de distinto origen y condición social, nos identificábamos con sus historias porque nos podían haber pasado a cualquiera de nosotros. Lo mismo ocurre con estos relatos que nos confrontan con aquello que, como sociedad, fuimos durante aquellos años. La indolencia, la indiferencia e incluso el aplauso frente a los abusos, pero también el coraje, las ganas de salir adelante a pesar de todo y, por supuesto, una capacidad de resistencia a prueba de todo.

Sin dejar de señalar a los principales responsables de lo ocurrido en aquellos años, resulta necesario volver a estas historias concretas. Aquellas que nos ayudarán a responder preguntas vinculadas al trasfondo de una sociedad que, durante aquellos años, perdió especialmente el rumbo. Pero, sobre todo, nos devolverán la empatía que durante mucho tiempo no tuvimos, como peruanos, frente a las víctimas del conflicto interno más importante de nuestra vida como nación independiente. Dichas historias que, en el discurso de entrega de la CVR, Salomón Lerner Febres enunciaba como un escándalo, en algunos casos, y, en otros, como muestras de valor y de coraje. Se trata de relatos particulares que conforman la historia peruana y, por cierto, la de aquellos que, pasando las tres décadas de vida, sentimos dicha experiencia en carne propia.

Escribe: José Alejandro Godoy, asistente de prensa del IDEHPUCP

(27.08.2015)