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Opinión 4 de octubre de 2013

Nos referimos a la Reconciliación y a propósito de ella debemos en primer término poner en claro lo que, para los miembros de la Comisión, no significaba la idea de Reconciliación. Si recordamos lo ya señalado en torno a la verdad moral, a la memoria social y ética y a la justicia que sanciona y repara resulta muy claro que la reconciliación entre los peruanos no podría jamás concebirse como olvido y por ello como supresión de la justicia a través de la postulación de amnistías para aquellos –no importa la organización a la que pertenecieron–, que violaron los derechos humanos. Tampoco fue concebida como “negociación” entre aquellos que estuvieron enfrentados en conflicto, ni como un regreso a una situación previamente pacífica y armoniosa de nuestra sociedad, situación  que –como comunidad ideal que nunca existió– fue desbaratada por la violencia.

Además resultaba claro que, más allá de los legítimos fenómenos de reencuentro que, entre personas concretas podría establecerse mediante auténticos actos de arrepentimiento y de perdón, la reconciliación nacional implicaba un proceso mayor: el de emprender el largo y difícil de recuperación de nuestro tejido social. Se dice con meridiana claridad en el Informe Final (Vol. I p. 63): “La CVR entiende por ‘reconciliación’ el restablecimiento y la refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos, vínculos voluntariamente destruidos o deteriorados en las últimas décadas por el estallido, en el seno de una sociedad en crisis, de un conflicto violento iniciado por el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso. El proceso de reconciliación es posible, y es necesario, por el descubrimiento de la verdad de lo ocurrido en aquellos años – tanto en lo que respecta al registro de los hechos violentos como a la explicación de las causas que los produjeron– así como por la acción reparadora y sancionadora de la justicia”.

Así pues la reconciliación aludía a un proceso social y político que debería  convocar a los ciudadanos y a las instituciones que constituyen la sociedad peruana. Se señalaba una tarea de larga duración que plantea un desafío moral y político fundamental para la configuración de una auténtica ciudadanía democrática en el país. Ese trayecto comprendía, a juicio de la CVR, tres niveles.  Uno político: la reconstrucción de los lazos entre el Estado y sus instituciones (incluidas las fuerzas del orden), los partidos políticos y la comunidad; otro social: recuperar los vínculos entre las organizaciones de la sociedad civil y el conjunto del país en especial los grupos sociales afectados por la violencia; y, finalmente, un tercer nivel interpersonal en el que a través de la confesión de la culpa y de la gracia que, voluntariamente, otorga el afectado pudiera establecerse una relación de solidaridad y paz entre las personas y familias distanciadas por el conflicto.

Como se apreciará la reconciliación se ofreció como un horizonte y por tanto exigía –y aún lo hace– una marcha permanente en la que hemos de avanzar lo más posible con la conciencia de que no llegaremos de modo perfecto a la utopía de una sociedad totalmente presidida por la justicia y en la que sea plena realidad la vida buena. Debemos sin embargo ponernos en camino y al hacerlo tomar conciencia de que desde el punto de vista social, político y ético un país que quiere y avanza hacia la reconciliación, ha de ser  un país de ciudadanos plenos, un país que haya desterrado la marginación y la exclusión, un país en el cual el signo de nuestra común identidad consista en el derecho a ser diferente y ello en un clima de tolerancia y diálogo fraterno y racional. 

La República