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Opinión 11 de diciembre de 2015

Reflexionar en las grandes responsabilidades en torno a los derechos humanos que todavía se hallan por ser atendidas nos conduce a pensar, de inmediato, en las víctimas de graves delitos de esa índole durante la violencia armada que padecimos en las últimas décadas del siglo pasado; ha transcurrido el tiempo y así, doce años después del trabajo cumplido por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), hemos de confesar que es muy poco lo que se ha hecho en nuestro país, en relación a este tema, a pesar de algunos esfuerzos institucionales que es justo reconocer.

Verdad, justicia y reparaciones constituyen el núcleo de las deudas que la sociedad y el Estado peruano tienen con las víctimas. La CVR significó, desde luego, un paso adelante para rescatar la verdad. Pero ese esfuerzo no ha sido continuado después por el Estado. Y la misma parálisis se puede observar en materia de justicia penal donde incluso podríamos hablar de serios retrocesos que, en conjunto, muestran una vocación de impunidad y una clara denegación de derechos a las víctimas.

Se puede decir que el mayor dinamismo en este campo se ha producido en las reparaciones. Sin embargo este proceso se halla lastrado todavía con varias deficiencias e insuficiencias materiales. A lo que habría que sumar la ausencia de una dimensión simbólica que permita que las reparaciones sean percibidas realmente como resarcimiento y como reconocimiento que implique enfrentar con el debido rigor moral el daño sufrido por las víctimas.

Cumplir con estas obligaciones es necesario pero no suficiente. Nuestro déficit en derechos humanos excede largamente a ese problema. El Perú de hoy parece renuente a aprender las lecciones del pasado y se muestra indolente cuando se trata de mejorar la protección y la promoción de derechos humanos desde el Estado.

Sin pretensiones de agotar todos los puntos de una agenda voluminosa y urgente, cabe citar, entre los grandes temas que reclaman atención, los relativos al uso de la fuerza pública y la necesidad de garantizar seguridad a todos los ciudadanos con un irrestricto respeto de sus derechos fundamentales, entre ellos el de manifestarse y de protestar. A eso se añade el enorme trabajo pendiente para la protección de aquellos sectores que se encuentran en mayor riesgo de ver sus derechos vulnerados, como son los ciudadanos pertenecientes a pueblos indígenas o nativos, minorías sexuales, mujeres, niños.

Lo mencionado es apenas una muestra, como digo, de una gama muy amplia de urgencias en cuyo centro se encuentra ese gran agujero de la cultura peruana contemporánea: el respeto a la vida y a la dignidad humanas. Lamentablemente, entre nosotros la sensibilidad básica y esencial sin la cual no hay política de derechos humanos significativa se encuentra erosionada, a tal punto que la muerte innecesaria y evitable no es escándalo sino, a lo sumo, contenido de dolorosas anécdotas pasajeras. La ausencia de este tema en el debate electoral, hasta el momento, refrenda el olvido que mencionamos. Frente a ello es tarea indispensable de la sociedad recordarle sus deberes al Estado y a quienes aspiran a dirigirlo.

(11.12.2015)