Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 13 de agosto de 2018

Una crisis moral que afecta a nuestras instituciones, en particular a aquellas que se ocupan de administrar la justicia en el país. En realidad, se trata de una suerte de prolongación de la terrible crisis que vivimos en los noventa, los mismos métodos de negociación y componenda, las mismas mafias. Cayó el fujimorismo y se anunciaron nuevos tiempos, pero luego de los meses del gobierno de transición, el impulso transicional fue aletargado y bloqueado por los gobiernos que se constituyeron luego de restaurada la democracia.

Llegamos al Bicentenario sin resolver – y ni siquiera enfrentar – problemas graves que constituyen un impedimento para la construcción de una genuina democracia. Los audios propalados en los últimos días han puesto de manifiesto la existencia de redes de corrupción que vulneran abiertamente el equilibrio de poderes del Estado y los procesos de elección de los miembros del Consejo Nacional de la Magistratura, los jueces y los fiscales. La vieja estrategia fujimorista de copar las instituciones y desnaturalizarlas, minando su independencia, se reproduce, esta vez usando la fuerza numérica del Congreso y la falta de escrúpulos de sus eventuales aliados.

Esta situación evidencia un problema tan antiguo como la propia República. Se trata de una profunda incapacidad para edificar un proyecto común que incluya a todos como ciudadanos libres e iguales, titulares de derechos fundamentales y sujetos de una dignidad no negociable. Cuando se declaró la independencia – el acto fundacional del país en términos modernos – no quedó abolida la esclavitud en su totalidad, ni se erradicó el tributo indígena. La exclusión social, la discriminación en materia de raza, cultura y género, permanecieron como prácticas y disposiciones cotidianas en el Perú desde entonces. Las “élites” – a menudo erigidas a partir de golpes militares – administraron el poder sin incluir a numerosos grupos de peruanos del ejercicio de la acción política. Se instaló una cultura autoritaria que aún no hemos erradicado; todavía muchos compatriotas tienen la tentación de alentar propuestas golpistas que acaben con el orden institucional para “poner orden”.

Estos modos de exclusión del otro de la ciudadanía bloquean la posibilidad de una auténtica res publica, una comunidad que nos pertenece a todos y de cuyos valores y retos podemos todos participar. Precisamente esta ausencia de proyecto colectivo impide la forja de una ética social que permia prevenir y sancionar los actos de corrupción a la vez que promueva eficazmente los candados y mecanismos de rendición de cuentas que materialicen esta ética en el sector público. Estos actos cuentan a menudo con la complicidad de las autoridades y con el silencio de no pocos ciudadanos, que lamentablemente normalizan los actos de corrupción.

Esta ausencia de proyecto colectivo se evidenció dolorosamente durante el conflicto armado interno. Las víctimas no fueron tratadas como ciudadanos iguales. Primitivo Quispe señala con tristeza e indignación de que sus comunidades fueron tratadas como “pueblos ajenos al Perú”. Hoy el clamor de las víctimas que exigen justicia, escucha y reparación no es atendido por el Estado peruano ni por las “élites” que tienen deberes para con sus derechos universales. Mientras esa clase de exclusión permanezca en el Perú, no podremos sentar las bases de un régimen democrático estricto.