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Opinión 16 de febrero de 2016

Se ha constatado que en nuestro país la universalización de la educación iniciada en el siglo XX resultó ser, en cierta medida, una cruel ficción porque si bien se quiso extender este derecho a todo el país, lo que se intentó universalizar fue un servicio de inferior calidad que replicaba las diferencias que se suelen establecer entre peruanos con ciudadanía plena y compatriotas que, más allá de la letra de la ley, no gozaban en realidad del ejercicio pleno de todos sus derechos.

De otro lado no es difícil percibir cómo en nuestro país la educación fue –y sigue siendo aún– en gran parte dogmática en sus contenidos y autoritaria en sus prácticas. Dogmática porque demanda de los estudiantes la dócil repetición de afirmaciones, de visiones del mundo, de instrucciones, cuyo verdadero significado no es comprendido ni explicado pues el sentido que atraviesa los contenidos de aquello que se enseña no pareciera importar realmente. Eso no puede conducir sino a premiar a sujetos que se someten al adocenamiento mental y huyen de la crítica que discierne pues ella amenaza lo establecido y se hace así “peligrosa”. Es también la educación autoritaria pues, muchas veces, lejos de cultivar la progresiva maduración para la conquista de la libertad personal, se opta por establecer hábitos de obediencia ciega a las autoridades que ordenan y no dialogan replicándose así patrones de discriminación étnica y de género que impregnan a la sociedad peruana en general.

Aceptando que la meta de la educación no es otra que la tarea, siempre inacabada, de formar al hombre debemos entonces comprometernos como educadores con la tarea de lograr el desarrollo y realización de todas las capacidades que conforman el carácter esencial de lo humano. De esa manera se haría realidad de manera gradual el perfeccionamiento de nuestra naturaleza ética, dialógica y política. Hallarse en condiciones de conducir a sus alumnos por la senda correcta para lograr en ellos el acercamiento al conocimiento y a la vida buena supone que el maestro comprenda y se comprometa con la verdadera naturaleza de la misión educativa: proponer los contenidos del saber no de modo dogmático sino haciendo espacio a la crítica honesta y razonada; alentar la capacidad reflexiva, la búsqueda de razones y el entendimiento del sentido que encierran los hechos; el acercamiento a lo más propio de la naturaleza humana como es la sociabilidad, la apertura al mundo del arte y la cultura, la búsqueda del cumplimiento de valores tanto teóricos cuanto éticos… todo ello se halla implicado en esa noble misión. Hacia esa meta debiéramos encaminarnos. Supone tomar conciencia de nuestras graves deficiencias y actuar en consecuencia. Esperemos que quienes nos vayan a gobernar luego de estas elecciones así lo comprendan y desarrollen por tanto, con eficacia e inteligencia, las políticas públicas pertinentes que nos acerquen a vivir la educación como tarea de formación permanente e integral.