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Opinión 17 de junio de 2013

Desde la antigüedad –pensemos en los griegos y en los romanos– la distinción entre “civilización” y  “barbarie”  se asoció a la participación en el autogobierno de la comunidad política. Una de las formas más plenas del ejercicio de la razón consistía precisamente en intervenir en el diseño de la cosa pública a partir de la búsqueda de argumentos comunes para edificar juntos las instituciones y las leyes. Ser “ciudadano” implica intervenir en la vida comunitaria, en sus debates y conflictos. Entre los bárbaros, en cambio, es el “líder” el que decide sobre la vida y la muerte de los suyos sin rendirle cuentas de sus actos a nadie. 

Educar consiste en procurar en el estudiante la adquisición y el cultivo de capacidades y excelencias que contribuyen a la calidad de la vida común. El desarrollo de las ciencias, las artes y las humanidades configura el intelecto y  la afectividad, de modo que  podamos comprender principios e ideas que organizan el pensamiento, así como tomar decisiones juiciosas en los espacios sociales. El conocimiento y la acción cívica contribuyen a formarnos como seres humanos, forjan nuestro carácter y orientan nuestros modos de pensar y valorar en condiciones de autonomía.  Por ello  la escuela constituye un escenario decisivo en el proceso de formación de los jóvenes como actores morales y políticos. 

Una de las capacidades básicas que requiere la ciudadanía democrática es la empatía. Se trata de la disposición del individuo a ponerse en el lugar de otras personas, especialmente si ellas atraviesan experiencias de sufrimiento injusto. El individuo se proyecta en la circunstancia que afronta quien padece injusticia, y procura sentir con él. La emoción moral que corresponde a esta vivencia es la “compasión”, cuya observancia es condición esencial para cualquier forma de compromiso solidario. 

El ejercicio de la ciudadanía implica también el cuidado de la capacidad humana de actuar en concierto. A esta capacidad –estrictamente política– Arendt la denominaba  “poder”, y era descrita como aquella disposición que revelaba lo propiamente humano. Las personas se reúnen en el espacio público para discutir y plantearse tareas y proyectos comunes. Esta capacidad les permite asociarse e intervenir en la vida de las instituciones. Los sujetos desarrollan vínculos cívicos porque se reconocen en la historia de la  comunidad  y se identifican reflexivamente con los valores que la constituyen como tal. La escuela habría de ser concebida como un foro en el que se promueven y discuten estos vínculos en el contexto del desarrollo de una mirada crítica de la historia y de una lectura atenta y rigurosa de los textos que han contribuido a pensar el país. 

Para que este tipo de trabajo sea posible, la escuela debe convertirse en un espacio democrático en el que el  diálogo y el intercambio de ideas sean los propósitos centrales de la tarea educativa,  dejando  el orden y la disciplina solo como valores instrumentales para la consecución de dichas metas. La transformación de la vieja escuela autoritaria es un requisito indispensable para una genuina construcción de ciudadanía.