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Opinión 7 de junio de 2018

En el último semestre, la vida política nacional estuvo marcada por varios incidentes grotescos. La reciente historia de nuestra escabrosa política puede ser leída de dos maneras. La más complaciente será aquella que la vea como la consecuencia del resultado electoral del 2016. Se suele decir, desde esta óptica, que un gobierno sin mayoría congresal, o una oposición con amplia mayoría congresal, son una receta para la inestabilidad. Pero esa lectura parece sugerir que la trifulca de estos meses tiene algún contenido político, cuando lo que tenemos es una tupida trama de conductas delictivas disfrazadas de agenda política. Otra lectura, más realista, será la que observe en estos seis meses el esperable resultado de la historia iniciada en el año 2001, y, más específicamente, la consecuencia de sucesivas opciones por el mal menor. Es cierto que elegir el mal menor en cada votación solo podía traer este resultado. Pero, al observar al fujimorismo en control del Congreso, también es evidente, lamentablemente, que siempre fue acertado elegir el mal menor. Estamos, entonces, ante una triste paradoja. Para salvarse del autoritarismo y la corrupción, el país tenía que optar, en cada elección general, por la corrupción y algo de autoritarismo. El desborde era inevitable.

Todo esto, por tanto, debería plantear preguntas de más largo alcance y liberarnos del fetichismo de la coyuntura. Y esas preguntas habrán de referirse a cuáles fueron los caminos que tomó la democracia después de su primer impulso transicional, y de qué manera esos caminos han permitido, si no producido, este resultado. Hay que pensar en algunos de los factores estructurales que rodean a este sainete trágico: la inexistencia de un sistema de partidos políticos que merezca ese nombre; la consiguiente imposibilidad de que el Congreso, infestado por oportunistas, elabore leyes que saneen el sistema político; la complicidad entre la prensa y fuerzas políticas y económicas corruptas o corruptoras, y su persistencia en la cultura de la ocultación aprendida de Montesinos; un modelo de acumulación de riqueza estatuido constitucionalmente que, si bien ha permitido el crecimiento, también ha favorecido el secuestro del Estado por intereses privados; la insistencia en creer que el país solo necesita técnica y no política, con la consecuencia de la disolución de toda noción de servicio público, y muchos más.

Si se tienen en cuenta esos factores –y no solo la compulsión mendaz de Kuczynski y Toledo, la insignificancia intelectual de Keiko Fujimori o la personalidad infantiloide de su hermano Kenji– podríamos tener otra oportunidad, la que nace del reconocimiento de la realidad. ¿Cuáles fueron los caminos errados, las decisiones no adoptadas y las capitulaciones aceptadas al día siguiente de la transición política? ¿De qué manera Toledo, García y Humala negociaron pedazos del esquema democrático, desmontaron discretamente el impulso moralizador y de refundación institucional, y dejaron trazada la ruta para llegar al momento actual? ¿Es forzoso que aceptemos esta realidad como la única democracia que merecemos o es que tenemos la posibilidad de reconocer el fraude como tal y practicar su crítica sin acomodos retóricos y sin refugiarnos en espejismos conceptuales? ¿O hemos perdido la aptitud básica de diferenciar entre política y delito, entre política y oportunismo, entre política y negocios?

Si la democracia va a tener una segunda oportunidad en este siglo, ello depende de dar un primer y simple paso: reconocer la medida del fracaso e identificar sus factores más amplios.

Sin ello solo nos queda seguir jugando el juego propuesto hasta ahora y aplaudir a la próxima esperanza democrática cuando nos hayamos desengañado de la actual.