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Opinión 16 de diciembre de 2012

Contrario a lo que muchos creen, el humanismo no es la simple erudición de las materias llamadas “clásicas”. Es, ante todo, búsqueda de autorrealización, de perfeccionamiento y cumplimiento cabal de nuestras capacidades y potencias, y ello no solamente en el plano del pensamiento racional, sino también en las dimensiones afectivas y morales.

Los griegos comprendían esta labor como formación que da temple al alma. Así, no somos sujetos nacidos para ser moldeados, aunque fuere con las mejores intenciones, por otros sujetos externos a nosotros, sino más bien personas con posibilidades propias de realización que solo necesitan del contexto y las oportunidades adecuadas para ello. El educador, en ese sentido, no pude ser un preceptor ni un tutor, sino más bien aquel que libera la llama viva, pero aún frágil, de la inteligencia, inteligencia que es curiosa y que se halla en la raíz misma de los talentos infantiles y adolescentes.

No debemos confundir lo anterior con un hedonismo fácil. Hay dos extremos que deberían ser evitados: por un lado, el extremo disciplinario, que asfixia y castra toda posibilidad de desarrollo propio, y por tanto, genuino, de la persona; por el otro lado, el extremo de la indulgencia simplona y de un mundo entendido como pura gratificación sin límites, que es la mejor ruta para el cinismo y para una forma sutil pero cierta de la esclavitud: la condición de esclavos de nuestros apetitos y deseos inmediatos. Ser humano es ser persona, es decir, sujeto constituido por otros sujetos y constitutivo de otros sujetos. Por ende, nuestra existencia y realización no pueden hallarse sostenidas por el egoísmo y la autosuficiencia.

En esta noción más creativa de la educación, la inquietud de un maestro no puede estar atada a una imaginación mecánica de lo que será la futura vida profesional de sus estudiantes. Lo importante es saber si estos han quedado realmente preparados para ser personas aptas para la búsqueda de la felicidad. Y esa procura del gozo que entraña la felicidad no puede venir sino de una identidad firmemente acendrada, de una autocomprensión saludable y, por esa razón, debe ser una alegría sana: no la que viene de una cierta sensación de poder y de privilegio o de una superficial y egoísta idea de éxito, sino la que nace de saber que hemos llegado a ser mujeres u hombres de bien.

Lejos de aquella concepción anquilosada que reduce su papel a transmitir ciertos contenidos y afirmaciones, el maestro debe ser, desde esta perspectiva, un sembrador de inquietudes, alguien que estimula la sensibilidad y el intelecto, el deseo de ser más. El resultado de ello es que la labor de quien educa no puede durar tan solo el tiempo de las actividades escolares. El maestro, si logra entablar una relación humana con sus estudiantes, está llamado a ser una presencia constante y a recrearse en la formación de los otros, a hacerse vida nueva en aquellos que asumió la responsabilidad de educar y a quienes se acercó con respeto, con preocupación y también con generosidad y alegría.

La República