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Opinión 27 de abril de 2014

El objetivo fundamental de la universidad es la creación y difusión del conocimiento. Y ello se entiende tanto para el conocimiento aplicado en el ámbito de la empresa, la industria y la tecnología cuanto para el saber dirigido sustancialmente al incremento de la libertad y el ejercicio del pensamiento crítico. La Filosofía, la Física pura y la Literatura, entre otras, son disciplinas que se proponen abrir horizontes para la mente humana, y son por tanto materias necesarias pues a pesar de que ellas no sean una fuente inmediata de crecimiento económico, sí son elementos importantes dentro de una comprensión rica del “Desarrollo Humano”.

Ese desarrollo –en fidelidad con la naturaleza misma de la universidad- exige que se abra un amplio camino a la investigación en los centros de formación superior. La investigación es un elemento que distingue al quehacer universitario, y sin embargo es una dimensión quasi inexistente entre nuestras casas de estudio, hecho que nos debiera conducir a reflexionar acerca de la legitimidad ética de instituciones que en el país llevan el nombre de Universidades y ofrecen títulos profesionales e incluso pos-grados –maestrías y doctorados-, sin que en ellas haya, siquiera, labores elementales de investigación por parte de alumnos y docentes.

Asimismo, la universidad pretende formar seres humanos plenos y ciudadanos que promuevan la democracia en nuestras sociedades. En tal sentido parte de su misión es el proponerse pensar y debatir los problemas centrales del país discutiendo sus posibles soluciones. El debate sobre las condiciones de la identidad nacional en un contexto multicultural y el diálogo sobre la generación eficaz de políticas de desarrollo y justicia en el país deben encontrar en la universidad el espacio más natural y adecuado constituyendo la universidad uno de los lugares de la sociedad en los que se ejercita la autorreflexión y el discernimiento en torno a lo que es bueno y correcto para la vida pública, en ella deben suscitarse discusiones intelectuales y políticas que tendrían que conducir a cambios importantes en la sociedad.

Así pues parte de su labor debiera consistir en examinar las ideas y programas que orientan a la sociedad en su conjunto para dilucidar su consistencia y evaluar qué tipo de ser humano y de ciudadano podrían generarse desde tales valoraciones. Si la institución universitaria sólo se concentra en la capacitación profesional –educar profesionales para insertarlos en el mercado–, ella estaría abjurando de una de sus funciones básicas: pensar la sociedad, sus estructuras, y las condiciones de las personas que actúan en ellas.

Una nueva ley universitaria –hechos los cambios y ajustes en su formulación que el buen juicio aconseja– permitirá dar un paso significativo en la tarea de devolver la universidad al lugar que le corresponde como institución creadora de conocimiento científico, y como foro de discusión en torno al fortalecimiento de una cultura democrática en el país. Elemento que ayudaría en tal sentido sería una instancia pública, constituida en un marco de pluralidad y excelencia, que preste atención a los estándares de calidad académica de los centros de educación superior, y examine las formas de proyección hacia la comunidad que éstos se trazan. La calidad de la educación universitaria constituye un elemento decisivo en cualquier proyecto sensato de desarrollo nacional. Sin el cuidado atento y riguroso de la ciencia y de la civilidad, tales proyectos permanecerán en el plano etéreo de los sueños y los buenos deseos.