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Opinión 12 de diciembre de 2014

Poco han hecho nuestro Estado y nuestra sociedad para deshacerse de esa pesada carga cultural, que es la fuente de tantas injusticias y que bloquea y socava a nuestra democracia. Diversos científicos sociales han debatido sobre cuán acertado es utilizar el concepto de racismo para describir la pauta de la discriminación en el Perú. Naturalmente, no se está hablando de una situación como la de la Sudáfrica del Apartheid ni como la de los Estados Unidos del siglo XIX, en las que la segregación racial estaba autorizada por ley y donde el funcionamiento de la economía, por ejemplo, dependía de la subordinación de toda una categoría de personas. En el caso peruano, se trata más bien de esa amplia tendencia a minusvalorar las costumbres, la inteligencia, el trabajo, los derechos y hasta la vida misma de las personas por su color de piel y su origen étnico. El que ese evidente desprecio se combine con otros elementos como el dinero o el acceso al poder político no elimina el elemento racista, lo hace más furtivo y pérfido, no menos eficiente como un elemento que incide sobre nuestra vida colectiva.

Persiste, por ejemplo, en el diferente tratamiento que el Estado da a los problemas según cuál sea, típicamente, la población afectada o potencialmente beneficiada. Vemos frecuentemente cómo el Estado busca las maneras de incumplir sus propias leyes y compromisos internacionales en conflictos vinculados a inversiones en industrias extractivas en los que la población amazónica y andina reclaman  sus derechos. Esa tendencia está presente aun, por desgracia, en una escuela que “enseña” a los niños de los andes y de la amazonía a sentir que su lengua y costumbre valen menos.

Pero ese desdén por categorías enteras de peruanos no es solo una acción del Estado sino que se encuentra entretejido en nuestra esfera pública y, de una manera particularmente acentuada, aunque no exclusiva, en el mundo empresarial. Basta echar un vistazo a la publicidad comercial para percibir hasta qué grado las grandes empresas se aferran a modelos de felicidad, de belleza, de elegancia, de bienestar, que deliberadamente segregan a los peruanos mestizos e indígenas.  Eso, cuando se practica en la publicidad dirigida a los niños, lo cual es frecuente, reviste  un matiz especialmente negativo si se piensa en sus efectos en la identidad de los pequeños y en la manera en que se les orienta a comprender el mundo.  Pareciera que no tenemos conciencia del modo deliberado y eficaz a través del cual se reproduce el racismo como forma de conducta respetable. 

Una democracia no puede asentarse sobre la base de la discriminación. Un país pluriétnico no puede buscar el desarrollo escondiendo su diversidad. El racismo es una afrenta y un obstáculo para todos.  Ya es tiempo de que asumamos todos los peruanos la convicción de que el racismo es una lacra moral y una afrenta a la dignidad de la persona humana.