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Opinión 18 de mayo de 2014

Y es que en verdad el pensar que la actuación privada supliría, por sí sola, las falencias de la política estatal en la formación universitaria constituye un serio error conceptual. Se olvida que la educación es un derecho humano reconocido por la Constitución y los tratados internacionales sobre la materia. Siendo un derecho de todas las personas el acceso a la educación, en todos sus grados, esta se convierte en un bien público que debe ser ofrecido prioritariamente por el Estado.

Derecho a la educación; educación como bien público; necesario compromiso del Estado para educar a los ciudadanos: todo ello nos ayuda a entender por qué la legislación universitaria debería establecer un sistema nacional de universidades que cuente con un ente rector y regulador de su funcionamiento que señale las reglas adecuadas para la elección de las autoridades académicas de las universidades, que precise y fortalezca el régimen económico de la universidad pública, y proponga los mecanismos que, desde el Estado, han de entregarse para incentivar las actividades académicas de la docencia y la investigación. Algunos de estos aspectos han sido abordados por la ley universitaria actualmente en discusión en el Congreso de la República.

Por supuesto, no faltarán las críticas a este punto de vista. Desde una perspectiva que reduce la intervención estatal a casos extremos, cualquier tipo de regulación suele ser acusada de una vulneración de las libertades básicas de la persona. Esta postura en algunos medios ha pretendido equiparar la normativa propuesta en el proyecto de ley universitaria –en particular, la creación de un Consejo Nacional de Universidades– con un modo de intrusión parecida a la realizada por el general Juan Velasco Alvarado en varios sectores de la economía y la sociedad entre 1968 y 1975.

Nos encontramos lejanos de defender a quienes propugnan un intervencionismo estatal parecido al establecido tanto por Velasco Alvarado –un gobierno de facto cuyo autoritarismo explica el pobre resultado de sus pretendidas reformas– y también tomamos distancia de las políticas que sobre el tema se acordaron en el primer gobierno del ex presidente Alan García, pues, ciertamente, ellas pusieron en peligro la sustentabilidad económica del país y contribuyeron a la crisis que vive la universidad hasta el día de hoy. Asimismo queremos dejar en claro que tomamos distancia de aquella postura que se reclama indebidamente del liberalismo bien entendido y que, deformándolo, lo reduce al ámbito de la economía concebida esta como única –o en todo caso prioritaria– dimensión de la existencia humana, dimensión en la que sociedad es sinónimo de mercado, ciudadano equivale a ser cliente y, en esa misma línea, la educación es un “producto” que se halla a cargo de “proveedores” que la entregan a “clientes” (entiéndase los alumnos) a cambio de un pago monetario previamente acordado. Todo eso asegurado en su moralidad por la acción –“imparcial y equitativa”– de una mano invisible que todo lo regula, reflejando en verdad que la oferta, la demanda, la competitividad y la rentabilidad se han convertido en los conceptos y valores supremos.

Dicho lo anterior, reconocer que la educación es un derecho y bien público no supone, por cierto, desconocer la importante labor de las universidades privadas, sino que, como lo considera nuestro texto constitucional, se debe rescatar la función promotora y reguladora del Estado en la educación superior universitaria. Funciones que no deben ser entendidas como una vulneración hecha a la libertad sino, en sentido estricto, como un importante aliciente al funcionamiento de entidades que se constituyen, fundamentalmente, en los ámbitos de la libertad creativa e intelectual. Por ello, antes que una sobrerregulación que las asfixie o una ausencia normativa que las convierta en feudos autárquicos y sin conexión con la realidad social, las universidades requieren un adecuado marco legal para su funcionamiento. Esa es una tarea a la que el Estado no puede ni debe renunciar.