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Opinión 5 de junio de 2015

Monseñor Romero fue asesinado por escuadrones de la muerte de ultraderecha el 24 de marzo del año 1985. Eran tiempos de intensa violencia en El Salvador y de masivas violaciones de derechos humanos contra la población, principalmente contra la gente del campo. Monseñor Romero había alzado su voz para pedir respeto a la vida, para condenar la represión atroz, para exigir humanidad. Su reclamo en favor de las víctimas fue intolerable para los poderes establecidos.

Desde hace varios años se esperaba la beatificación del mártir salvadoreño. Sin embargo, la misma intolerancia que le quitó la vida persiguió a su memoria después de muerto. Las acusaciones de comunismo, de izquierdismo, influyeron sobre una jerarquía eclesiástica aun susceptible a ese razonamiento, y el proceso de su beatificación resultó postergado.

Hoy vivimos otro tiempo. La Iglesia vuelve a dirigir su mirada especialmente hacia los excluidos, los pobres, los marginados. Y en ese redescubrimiento de sí misma encuentra también a las víctimas de crímenes de Estado. Monseñor Romero es un emblema, entonces, no solamente del elevado sentido de caridad y amor esperable de todo cristiano sino también del compromiso del pastor, y de todos, con la defensa de los derechos humanos. Y ese reconocimiento resulta especialmente significativo cuando pensamos en aquellos dolorosos casos en los que los representantes de la Iglesia no han estado a la altura de su misión y han vuelto la espalda a las víctimas para confraternizar con los verdugos.

La defensa de los derechos humanos no tiene, no debe tener, bandería política. Es un compromiso y una responsabilidad de todos. Eso también nos los recuerda el testimonio, hoy exaltado, de monseñor Romero. Es justo recordar que al acceder al arzobispado, monseñor Romero era fundamentalmente un sacerdote conservador.

Pero tenía los ojos y el espíritu abierto y el conocimiento de la atrocidad no pudo dejarlo indiferente. Él supo que la defensa de la vida y de la dignidad humana no puede quedar sometida a los minúsculos cálculos de la política y del afán de poder. Donde hay injusticias, el cristiano sabe cuál es su lugar, su misión y su responsabilidad.

Ese puede ser un mensaje que valga la pena acentuar en nuestro país, donde los sectores conservadores o de derecha (algunos de los cuales reclaman espuriamente el nombre de liberales) menosprecian y estigmatizan todo reclamo en favor de los derechos fundamentales de la población. En el Perú, lamentablemente, la defensa de los derechos humanos, que no es otra cosa, al fin y al cabo, que un reclamo de honesta legalidad, es presentada como una conspiración contra el orden, contra el progreso e incluso, en una absurda perversión conceptual, contra la democracia. Necesitamos, pues, restaurar la salud moral de nuestro espacio público, de nuestro lenguaje, de los valores con que vivimos.

La beatificación de monseñor Romero y el reconocer el testimonio que dio con su vida y con su sacrificio debería ayudarnos a ello, es decir, a entender que la defensa de la dignidad humana es una obligación de todos.