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Opinión 24 de octubre de 2014

 Ciertamente esta heterogeneidad podría y debería ser tomada como una fuente de riqueza para expandir nuestras experiencias y hacerlas más ricas y plurales. Lamentablemente ocurre también que en nuestros tiempos el fundamentalismo renace como amenaza, pretende imponer una sola razón y demuestra su desesperante angustia ante lo diverso pretendiendo consagrar de manera cruel e inhumana un solo camino hacia la búsqueda de sentido.

Personajes de otros siglos ya observaron este peligroso devenir. El catalán Ramón Llull (1232 – 1315) fue uno de ellos. También conocido como Raimundo Lulio, él abandonó una vida de comodidad para dedicarse intensamente a la exploración religiosa. La búsqueda de la auténtica trascendencia cristiana, en un mundo fuertemente marcado por sangrientas guerras en nombre de Dios, fue su mayor preocupación. ¿Qué promesa de vida podía existir en un mundo en el que el nombre del Redentor era invocado para justificar las más ignominiosas crueldades y la intolerancia? 

Es ilustrativo de su autenticidad un pasaje de una de sus obras más destacadas: El libro del gentil y de los tres sabios. Una narración de especial singularidad  en la que un hombre que se pregunta por la verdad y la busca permanentemente se encuentra con tres sabios, cada uno de ellos pertenecientes a las tres grandes religiones del Libro, esto es, el Cristianismo, el Judaísmo y el Islam. Estos conocen bien sus diferencias pero también y por sobre todo se apoyan en lo que poseen  en común.  Es así como expresados sus diferentes puntos de vista encuentran que, tras los desacuerdos, hay principios comunes reconocidos por la razón y que ellos, en todos los casos,   conducen a la afirmación de un solo Dios y al reconocimiento de que podemos llegar al Bien a través del buen uso de la razón. Al final del diálogo, el gentil que ha oído a los sabios, llega a una conclusión pero no la anuncia.  Esto que pareciera ser simplemente la ausencia de una respuesta a lo que buscaba, bien  mirado es quizá la solución más prudente que podía  asumir: el entender que la importancia de sus preguntas no residía en  hallar una solución definitiva a su inquietud, comprender que no se trataba de “saber” cuál de las religiones era la verdadera sino más bien descubrir cómo todas ellas apuntan a un mismo fin y que esta coincidencia a su turno brinda pruebas de que existen principios humanos universales que pueden ser el fundamento de la paz y camino hacia la trascendencia.

Así pues no es nueva la idea de que la humanidad, siendo plural, puede –y debe-, entender qué son el bien y la verdad.  Desgraciadamente tampoco es nueva la intolerancia y la crueldad ejecutada, irónicamente,  en nombre de Dios. 

Hay mucho que aprender de quienes, antes que nosotros, ya entendían la necesidad de convertir la heterogeneidad en pluralidad y con ello la necesidad de enfrentar el mundo de Babel en el terreno de una exploración compartida.