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Opinión 6 de marzo de 2015

En cuanto al radicalismo, el siglo XX constituyó una fuente de amargas lecciones. El fascismo y el comunismo son los ejemplos más notorios de ideologías radicales y mortíferas. Las ideologías –formas generalmente inflexibles, y ajenas a toda autocrítica, para entender a una sociedad y proponerle un futuro– se constituyeron como creencias monolíticas e inmutables, alejadas de  los datos de la realidad y exigente de ciegas adhesiones. (xanax) Conocimos así durante el siglo pasado a la ideología como sinónimo de ensimismamiento y de intolerancia, cuando no como agente de totalitarismos causante de genocidios.

Aparentemente desde el lado opuesto, hace ya algún tiempo, se va imponiendo la idea de que el pragmatismo es el más alto valor al que se pueda aspirar en el debate sobre lo público. Lo opuesto a ese pragmatismo sería, precisamente, el pensamiento ideológico. Así, mientras los ideólogos sostendrían debates estériles alrededor de conceptos y visiones abstractos y alejados de lo real los pragmáticos, con los pies en tierra, actuarían resolviendo eficazmente problemas. Con esta misma lógica la división entre izquierda y derecha devendría entonces obsoleta, pues lo importante no sería ya discutir sobre visiones del mundo sino más bien resolver dificultades aquí y ahora. 

Ciertamente, esa noción de lo pragmático como una forma de actuar, más allá y por encima de lo ideológico, es endeble y equívoca y bien mirado se revela ella misma  como “ideológica”. Siempre se actúa “para lograr algo”, es decir, siempre se actúa con “un fin”. Una visión exclusivamente pragmática de la política o de lo público se rehúsa a discutir sobre los fines que la anima –y por desgracia también sobre los medios requeridos para ello–; surgiendo entonces una vida política en apariencia bullente y dinámica, plena de decisiones, pero en el fondo estéril, pues se trata de un actuar ciego, que no conduce a ningún fin deliberado, y que lleva a entender la vida del hombre dentro de la sociedad sujeta a renovadas formas del autoritarismo: el de los técnicos, el de los burócratas, en fin, el de los que no se sienten obligados a justificar sus decisiones generándose así un fenómeno compartido con las ideologías: el de la intolerancia. 

La discusión sobre los fines y los medios adecuados para alcanzarlos constituye el centro de una vida política rectamente entendida. Y ese es también el lugar de la libre y fundada reflexión a la luz de valores ético-sociales. Allí aparece una visión del mundo explícita que da razón de sí misma ante la ciudadanía, que acepta entrar en diálogo y debate con otras visiones y que  muestra de tal modo valores difíciles de alcanzar pero que son imprescindibles: aceptación del valor y dignidad de los otros; el imperativo de buscar permanentemente el Bien Común; la necesidad de adecentar la política liberándola de dogmas que la sometan: sea  ello en el terreno de la teoría petrificada, o en el de la práctica asumida como pura eficiencia. Hay pues por delante mucho por hacer.