Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 18 de marzo de 2013

De resultas de ello, el  sentimiento  de inseguridad que experimenta buena parte de los ciudadanos,  ante la eventualidad de  ser víctimas de la creciente delincuencia, resulta cada  más intenso y surge entonces,  de modo natural,  la exigencia planteada al Estado para que optimice la eficacia de sus acciones y,  por tanto,  perfeccione  sus estrategias para  no solo sancionar sino también –y principalmente– prevenir estas violaciones de normas elementales de la vida social.

Los mencionados requerimientos  han sido, generalmente,  atendidos  de manera cíclica  y coyuntural  y se orientaron, casi exclusivamente, a la dimensión sancionadora del delito:  se  ha determinado  el incremento de las penas por los crímenes cometidos;  se ha establecido la limitación,  en algunos casos, de los beneficios penitenciarios y se ha proyectado  la constitución de tribunales especiales  así como  la reducción de las garantías procesales para los acusados. 

Pareciera pues haberse aplicado  una política  dirigida más a  atemorizar,  para así impedir la comisión de delitos, que a incidir en las causas reales de la criminalidad.  La consecuencia de estas acciones  podrá conducir, de modo previsible  y con el apoyo de los medios de prensa,  al  apaciguamiento momentáneo de la intranquilidad ciudadana  pero, en el fondo, no evitará que, a la postre,  regrese  incrementada la violencia y con ella el temor de ser víctima de robos, secuestros o extorsiones  pues,  las  políticas adoptadas  se dirigen más a trabajar en las consecuencias que no en las causas del fenómeno.

Son muchos los estudios que señalan que la sola  sobrecriminalización no constituye  la solución más acertada  para reducir el crimen y lograr así   una sociedad más segura.  Son pocos sin embargo  los que, efectivamente, interiorizan el significado de dicha aseveración y buscan medios alternativos o complementarios para combatir la delincuencia.

 Ahora bien,  pareciera que el Estado peruano  ofrece señales de una voluntad de cambio en ese paradigma hasta ahora meramente reactivo pues,  luego de un prolongado espacio de inactividad,  ha puesto en acción el Consejo Nacional de Política Criminal.

Este organismo público según entendemos,  se encargará de formular diversas estrategias que busquen contrarrestar el crimen y la inseguridad ciudadana.  Él deberá por tanto investigar las causas, manifestaciones y proyecciones de la delincuencia en el ámbito local, regional y nacional y  habrá de hacer todo eso guiado por  ideas rectoras que tienen una  base constitucional y son coherentes  con el respeto a la dignidad humana  y las garantías establecidas en los convenios internacionales sobre la materia: me refiero a la vigencia de los derechos fundamentales y al  principio de humanidad en  las sanciones penales.

Saludamos esta iniciativa del gobierno que  promueve  una visión realista del problema criminal e impulsa, para el mediano y largo plazo,  respuestas inteligentes y estrategias atinadas  que aportarán  soluciones significativas sobre los factores  generadores del delito y por añadidura sobre el  generalizado sentimiento de inseguridad ciudadana que hoy agobia a los peruanos.

La República