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Opinión 4 de mayo de 2017

Este escenario, lejos de mitigarse, se ha vuelto más complejo en los últimos tiempos. Rusia, bajo el liderazgo autoritario de Vladimir Putin, es un factor inquietante para los esfuerzos humanitarios en diversas partes del mundo. Y la política exterior estadounidense, hoy bajo la jefatura de Donald Trump, ofrece también pocas garantías de que esos esfuerzos puedan ser apoyados y llevados a buen puerto. Si a eso se suma el fortalecimiento paulatino del populismo autoritario de derecha en Europa, se tiene una situación muy inquietante para los ideales democráticos, pacifistas y humanitarios que se abrían paso en las últimas décadas.

El multilateralismo como principio de la acción internacional es todavía un estándar inobjetable. Este debía colocarnos más allá de la vieja política de Estados hegemónicos que encontraban, o pretendían encontrar, en su sola fuerza una fuente de legitimidad. Sin embargo, el principio colisionó desde su nacimiento con las realidades prácticas: el mecanismo del veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha servido siempre para que las diversas potencias impongan criterios de interés ahí donde se esperaba algo próximo al consenso democrático. En el mundo actual, el de la posguerra fría, hemos visto funcionar el veto como un mecanismo para prolongar la agonía de diversos pueblos, por lo menos desde las guerras de la antigua Yugoslavia. Frente a ello, el unilateralismo, que alguna vez se justificó bajo la noción de la “intervención humanitaria” podría parecer una salida frente al uso cínico del veto, pero en realidad no es una solución, pues nos devuelve al uso arbitrario de la fuerza.

Aquello que se encuentra en el fondo de esta discusión es la pregunta acerca de la moralidad de la acción internacional. Los que se autodenominan “realistas” suelen recibir con sonrisa escéptica todo llamado a la moralidad. Para ellos, en la política solo existen intereses, y quien no lo reconozca así solo puede estar destinado al fracaso. Sin embargo, el siglo XX mostró situaciones en las que la obligación moral de actuar podía tener un peso mayor que el crudo interés o, en circunstancias más complejas escenarios que exigirían adoptar una conducta respetuosa de la moral. En otros casos, la acción puramente estratégica terminó por revelarse como una gran ingenuidad: el supuesto apaciguamiento a la Alemania nazi, antes de la guerra mundial, es un ejemplo de ello.

Lo que es cierto es que no hemos logrado, todavía, diseñar instituciones globales que provean el indispensable equilibrio entre interés y moralidad, entre acción estratégica y acción orientada por valores. Ese es un auténtico reto histórico al que se debiera, en forma meditada, responder.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente del IDEHPUCP, para La República.

(05/05/17)