Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 16 de septiembre de 2016

A lo largo de tres décadas las víctimas de Accomarca habían estado buscando justicia sin obtener siquiera gestos que alimentaran sus esperanzas. En lugar de justicia, tropezaban con la indolencia del Estado y la jactancia de sus verdugos que condujeron a que el responsable directo llegara a afirmar, en algún momento, que había cierta razón en matar a los niños puesto que ellos más adelante bien podrían convertirse en senderistas. La lentitud y desinterés del sistema judicial –pero no solo de él sino del Estado en general– en este caso habla con elocuencia sobre nuestros grandes vacíos en los ámbitos de la democracia y el humanitarismo.

La sentencia ha merecido algún debate. Hay quienes subrayan y saludan la pertinencia que entraña el enfoque de atribución de responsabilidad penal usado para juzgar crímenes de este tipo. En efecto, la noción de la autoría mediata permite entender las responsabilidades de una manera más completa y, por lo tanto, justa, ya que no se limita a identificar al ejecutor material del hecho delictivo sino que, bajo el entendido de que estamos ante una institución organizada bajo el principio del poder, ubica como responsables también a los superiores en la cadena de mando. La adopción de ese enfoque, como decimos, es esencial si es que la justicia peruana tiene el propósito real de dar respuesta a las víctimas. Por otro lado, es necesario también señalar que la resolución del caso deja muchos sinsabores e inquietudes. Hay que empezar señalando que un número significativo de los sentenciados no se hallan a disposición de la justicia. De modo que nos encontramos con que si bien la condena existe ella no es ejecutable. Corresponde, en tal situación mostrar diligencia para la captura de los condenados que se hallan prófugos por parte del Estado.

Otro elemento sustancial es el necesario respeto a quienes sufrieron. Los deudos de las víctimas de la masacre han esperado justicia durante 31 años. Eso es, ciertamente, escandaloso, y sin embargo parece ser la norma en nuestra administración de justicia respecto de las víctimas de la violencia. Parecería que, para subrayar ese desdén, los magistrados del tribunal encargado de dictar sentencia hicieron esperar a los familiares, en las afueras del local, durante varias horas sin mostrar hacia ellas ningún gesto de respeto ni de consideración.

Así pues, la sentencia a Accomarca llega a nuestra vida social como un gesto de justicia que hay que valorar, pero aparece también como índice de una dura realidad: para los pobres, para los marginados, la justicia en el Perú es un bien tardío e incompleto, un bien las más de las veces esquivo.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República

(16.09.2016)