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Opinión 31 de agosto de 2013

La retórica de los informes de las comisiones de la verdad suelen repetir, como parte de la justificación de su razón de ser, la necesidad de recordar los hechos de la violencia para poder indagar sobre lo ocurrido. Además, que esa verdad nos llevará no sólo a no repetir los hechos de violencia, sino que además, será la base de la reconciliación. Esta premisa, que yo misma he repetido muchas veces, me suena 10 años después, a un triángulo problemático. Me explico.

Hace unos días, a raíz de un debate en la ronda de finalistas del Concurso Nacional de Investigadores y posteriormente, como oyente del Seminario Internacional Políticas en Justicia Transicional, me quedó mucho más evidente uno de los temas clásicos en los estudios de justicia transicional: la tensión permanente entre la verdad de la historia del conflicto y la memoria de los actores. Por un lado, la primera apunta no sólo a la reconstrucción de los hechos y, además, se ha convertido en la justificación última de estas iniciativas – el derecho a la verdad – y de sus legítimas aspiraciones de justicia y reparación largamente olvidadas por el poder. Mientras que la segunda tiene que ver con el reclamo, explícito o no, a ser escuchados y reconocidos por los otros en sus recuerdos, de ser aceptados en su subjetividad y en la carga emocional que sus narraciones del conflicto encierran.

Los teóricos señalan que colocar estas memorias de la violencia en algo parecido a un escenario público permite el reconocimiento de los que más sufrieron (las víctimas) por los que menos sufrieron (las no víctimas o no víctimas directas) en su dimensión de humanidad y de seres en el mundo. Hasta ahí todo va bien. Sin embargo, y después de haber hecho este ejercicio expositivo en públicos diversos –académicos, sociales y políticos- que niegan no sólo los discursos-narraciones-explicaciones-interpretaciones de otros grupos sociales sino que incluso llegan a justificar determinadas situaciones de violencia (y de crímenes de lesa humanidad) bajo explicaciones estratégico-política o de principios de defensa nacional (he tenido de ambos), me quedo con la duda sobre si ese acto de recordar en voz alta debe ejercerse bajo ciertos límites o si se trata de un ejercicio de “libre escucha” del que todos debemos formar parte. Recordar para no repetir, recordar para saber qué pasó, saber qué pasó para reconciliarnos. Cada vez más siento que para que este mantra no sea inútil debe reivindicar algo.

 La CVR peruana reconoce que la verdad además de ser una aspiración moral es un derecho humano –reconocido ya como derecho fundamental en países como el nuestro- vinculada al anhelo de las víctimas y sus familiares de saber qué fue lo que ocurrió y que demanda una acción (obligatoria) de parte de los estados para resolver esa pregunta vital. En ese sentido, la verdad en los procesos de justicia transicional es la certeza acerca de la existencia de hechos, que más allá de una duda razonable, sucedieron en un lugar, un tiempo, y a una persona o grupos de personas más o menos identificadas. Esta verdad es la pieza fundamental para el establecimiento de proceso de justicia penal y de políticas de reparación, así como el punto de inicio para generar una suerte de nueva conciencia moral que rechace la violencia como medio para cualquier fin.

Sin embargo, esa verdad que se busca no existe autónomamente sino que se construye sobre la base de testimonios, que están ligados a la forma en como personas y colectivos evocan sucesos del pasado. Recuerdos que más allá de la descripción de los hechos de violencia, encierran también memorias, es decir, subjetividades, es decir, discursos-narraciones-explicaciones-interpretaciones de esos mismos hechos. ¿Qué lugar ocupan justamente estas últimas en los procesos de verdad? ¿Se incorporan, o más aún, deben incorporarse? Y si es así, ¿a qué nos llevaría este recordar colectivo de subjetividades en términos de la búsqueda de la verdad, reparación y justicia de las víctimas?

Pienso en lo fácil que es en el Perú ver a un político en televisión decir “nosotros matamos menos” y que su partido llegue a segunda vuelta en las elecciones presidenciales. O que el principal sospechoso de una masacre en dos penales en los años ochenta haya sido vicepresidente de la república hace menos de tres años. O que el brazo político del principal responsable de muertes y desapariciones pida amnistía y quiera inscribirse como partido político sin haber hecho jamás un mea culpa por los 40 mil peruanos y peruanas que nos mataron. Entonces, ¿qué hacemos con esas memorias?, ¿las debemos aceptar como narraciones válidas? ¿Qué debe hacer el estado en esta situación?

Lo primero que puedo decir es que tengo la sensación que se repite el viejo problema de todos los conflictos de derechos humanos, es decir, llegar al equilibrio entre los principios de igualdad y libertad. No se puede ser igual si se homogeniza la historia y se olvida la particularidad de la experiencia, pero tampoco se puede ser libre con memorias de actores que nieguen al otro y no asuman su responsabilidad. En ese sentido una verdad o una memoria son dos espacios importantes para la lucha contra la impunidad, la búsqueda de la justicia y la reparación, la demanda pública de reconocimiento y finalmente, la búsqueda de restitución –legítima y permanente de la víctima- siempre y cuando su existencia no niegue la dignidad y  la exigencia de reconocimiento de derechos del otro.

Lo segundo es que esta tarea es de responsabilidad compartida entre la sociedad y el Estado, cada una dentro de su naturaleza. Es desde los diversos grupos sociales que se debe enfrentar políticamente a las memorias parcializadas que se disfrazan de impunidad, a los discursos que justificaron y justifican la violencia como medio de imposición de orden o de proyecto ideológico. Es la sociedad quien debe dar esa batalla y generar una nueva cultura de derechos que incluya las demandas de todos y todas, en igualdad y sobre la base de la justicia. No hay nuevo pacto social que se exprese política e institucionalmente sin un cambio cultural.

Y por otro, es el estado quien debe asumir el rol de garante y de defensa de la dignidad de las víctimas, de todas ellas, de las que él mismo causó y las que causaron otros por inacción suya. Si bien la verdad se sigue construyendo en el tiempo, se añaden nuevas historias, se incluyen nuevas circunstancias y nuevos perfiles, no se puede negar lo ya avanzando. Lo que ya sabemos sobre la tortura, la violación sexual, la desaparición forzada u otros graves crímenes de lesa humanidad llegó para quedarse. Si el estado abdica de este rol protector y promotor de la verdad de los hechos por sobre cualquier otro tipo de consideración, a lo mejor tendrá paz social, a lo mejor institucionalidad democrática, o incluso, perdón social. Pero no tendrá justicia.

Qué juega todo este debate en el escenario de la búsqueda de la llamada reconciliación es algo que para mi sigue siendo profundamente incierto. Yo no sé si recordar, escuchar memorias o conocer la verdad nos lleven a ella. En cualquier caso, lo que sí sé es que 16 mil testimonios, 70 mil víctimas estimadas y más de 180 mil inscritos en el Registro Único de Víctimas no se merecen el olvido sino más bien el recuerdo de lo que la falta de límites, incluso para tener un conflicto y enfrentarlo, nos trajo. Y creo que el discurso y la propuesta de los derechos humanos como narrativa basada en los principios de prudencia, justicia y moral, nos puede aportar en una sociedad que a veces parece no querer o no saber, cómo hacer un intento más por encontrarse con aquellos que teniendo ya muy poco, lo perdieron todo.

Escribe: Carmela Chávez, investigadora del IDEHPUCP