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Opinión 11 de marzo de 2014

Pareciera que el ex Presidente prefiere practicar el populismo que honrar el derecho. Tendría que saber que una medida como la que propone no resuelve el problema de la criminalidad en el Perú. Está probado que la implantación de la pena capital no reduce la acción del crimen organizado ni previene la comisión de delitos contra la vida. La promesa de “mano dura” podrá asegurar algunos votos, pero no constituye una garantía de auténtica justicia. Se trata sólo de un estandarte de batalla utilizable en campañas presidenciales prematuras. García sabe que la actual  Constitución y las leyes no contemplan la aplicación de la pena de muerte para los casos propuestos, sino sólo en el caso de traición a la patria y bajo la circunstancia de guerra externa.

Para extender la pena de muerte a casos no previstos por la ley tendría que promoverse la modificación de aquello que establece la Constitución en esta materia. Tendría que denunciarse el Pacto de San José, que estipula que los países firmantes no pueden ampliar el dominio de casos en los que la pena capital puede ser aplicada. Ello implicaría que el Perú cuestionara la jurisdicción de las instancias de la justicia global, especialmente en los asuntos relativos a la defensa de los derechos humanos. Resulta cierto que algunos de nuestros políticos no lamentarían que nuestro país renunciara a coordinar sus acciones a partir de lo que establecen los principios del derecho internacional. Sin embargo, las consecuencias de una decisión como ésta serían perjudiciales para nuestro país no sólo en el plano legal, sino también en el ámbito político y en el económico, sin mencionar la grave cuestión moral que entrañaría que el Perú se convirtiera en paria dentro de un mundo organizado a partir de reglas que trascienden a una comunidad puntual, mundo que reconoce la santidad de la vida humana.

Tiendo a pensar que nuestros políticos saben, cuando proponen medidas como la pena capital, que estas no pueden ser implantadas sin generar consecuencias graves para la vida social. La propuesta de la pena de muerte estimula la ira y cierta inclinación morbosa de un sector de la población, que ante la posibilidad de contemplar ejecuciones públicas de delincuentes, imagina que recupera la posibilidad de hacer suya la venganza. Se trata en el fondo de una pedagogía perversa que  echaría raíces entre nosotros,  y nos devolvería a épocas remotas en las que la justicia se asociaba al ejercicio de la violencia  en lugar del trabajo imparcial de un tribunal.

La pena de muerte no es realmente disuasiva y sí puede llevarnos a convertirnos en prisioneros de emociones violentas, por eso constituye una alternativa perniciosa para la salud de nuestra comunidad política. Nuestra sociedad cuenta con leyes duras para combatir el crimen, es preciso hacerlas cumplir, así como promover formas de educación conducentes a la prevención del delito y a la forja de una conciencia cívica que sea observante de las leyes.  Finalmente son la Educación y el Derecho las vías que deben ser recorridas para que los ciudadanos encontremos seguridad y nos hallemos protegidos, no el populismo ni la arbitrariedad.