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Opinión 3 de noviembre de 2017

Desde hace varios años el periodismo televisivo tiene gran predilección por lo que antes se denominaba “la crónica roja”. Asesinatos, asaltos, secuestros, escenas de violencia callejera ocupan el lugar principal y mayoritario de sus programas. Y periódicamente surgen algunos casos que, por determinadas características, se vuelven particularmente notorios. Cuando eso ocurre, los noticieros –hay que incluir aquí, también, a la radio y a la prensa escrita—simulan una preocupación social más amplia y pretenden que descifrar tales casos es urgente para entender el país o, dicho de otro modo, que dichos casos son de algún modo representativos del funcionamiento de nuestra sociedad.

Esa dinámica ha vuelto a presentarse últimamente por el doble asesinato perpetrado por una joven. El hecho es terrible, sin duda, y es inevitable que atraiga la atención pública. Pero existe una gran distancia entre ocuparse de los detalles forenses y psicopatológicos del caso y extraer de ahí alguna enseñanza sobre el estado de la sociedad peruana.

La prensa debería, en realidad, ayudar a que el público distinga con alguna lucidez entre lo particular y lo general, entre lo desviante y lo normativo, entre los hechos excepcionales y los procesos comunes de nuestra sociedad. Y debería hacerlo para que aprendamos a reconocer, sin sensacionalismo, pero sí con seriedad y aun con severidad, los grandes defectos colectivos que debemos remediar. Y ellos no necesariamente aparecen reflejados, ni pueden ser explicados, por los crímenes que ocupan al sensacionalismo periodístico.

Una persona, en efecto, puede verse rodeada de un conjunto de factores particulares que no determinan, pero sí ayudan a explicar los crímenes que cometen. Eso es distinto de la consideración de realidades más generales que sí gravitan diariamente sobre la vida de peruanos y peruanas. Por ejemplo, el racismo, que expuso con detalle la Comisión de la Verdad como un factor subyacente no solamente a los actos de violencia, sino también a la impunidad y a la general indiferencia hacia muchos de ellos.

Otros ejemplos relevantes serían, obviamente, las diferencias de género, según las cuales uno de ellos, el masculino, está investido de poderes y está habitado por una cierta forma de pensar que despoja de derechos a las mujeres o ve como una trivialidad las diversas formas de abuso de las que es víctima la población femenina. Y no se trata, en este caso, solamente de abusos que impliquen violencia, sino también de las múltiples formas en que la sociedad recorta los derechos de las mujeres en muy distintas esferas de la existencia colectiva.

Tomemos pues conciencia de que la enorme notoriedad que el periodismo otorga a la violencia criminal actúa, así, como un espejo deformante de la realidad. Esto no quiere decir que nuestra sociedad sea pacífica ni mucho menos. Muchas formas de desigualdad, injusticia y abuso constituyen el tejido de nuestra vida cotidiana. Sin embargo pretender que ello solamente se ve reflejado por la “crónica roja” es al mismo tiempo y de modo paradójico, una exageración y una reducción del problema. la enorme notoriedad que el periodismo otorga a la violencia criminal actúa, así, como un espejo deformante de la realidad