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Opinión 27 de abril de 2018

En el año 1992, cuando se consuma la merecida derrota de Sendero Luminoso, el Perú era un país que salía de varias hecatombes. Alan García había destruido el aparato productivo y financiero con una combinación de ineptitud, corrupción y mesianismo. Fujimori había aplicado una política de ajuste macroeconómico sin ninguna previsión humanitaria, lo cual incrementó por un tiempo la sensación ya aguda de zozobra. Sendero Luminoso, el MRTA y el Estado les habían enseñado a centenares de miles de peruanos que sus vidas no valen nada cuando se trata de imponer la revolución o el orden.

Ha pasado un cuarto de siglo y se puede decir, grosso modo, que en el Perú hay seis veces más riqueza que entonces. El producto interno por cabeza es cinco veces mayor. El Perú es un país notoriamente más rico. Y los miembros de Sendero Luminoso, y del MRTA, vienen pagando sus crímenes en cárceles desde hace veinticinco años, como debe ser.

Y, sin embargo, desde hace unos años, cuando se cumplen las sentencias impuestas, somos todos testigos de recurrentes oleadas de histeria colectiva. Cada nueva excarcelación nos sitúa en el año 1993. Cada senderista liberado provoca en la prensa, la radio, la televisión y en los políticos la misma pregunta: ¿se reagrupa Sendero Luminoso? ¿Cómo hacemos para evitarlo? ¿por qué no tiramos la llave del candado al mar después de que los encerramos?

Se podría discutir sobre cuáles son las mejores armas legales para defenderse de un rebrote senderista. Y hay que decir, por principio, si tal posibilidad existiera, la democracia peruana tiene el derecho y el deber de usar todos los instrumentos legales y constitucionales para atajarla. Pero la cuestión tiene otra dimensión que se refiere a lo que hemos hecho en el último cuarto de siglo: ¿qué ha pasado para que una sociedad cinco o seis veces más próspera no tenga otra reacción que la psicosis cuando un terrorista cumple su condena?

Hay dos posibilidades. Una es que el riesgo de un rebrote senderista no exista realmente y que lo que tengamos sea una democracia secuestrada por los traficantes del miedo. Ahí convergen una diversidad de políticos que, bien visto, no tienen nada que decir sobre los asuntos públicos del Perú de manera que lo único de lo que pueden hablar es del peligro terrorista. La “amenaza terrorista” es su único recurso para disimular su ignorancia sobre el Perú. Están, también, los guardianes del statu quo, para quienes la “amenaza terrorista” es un santo seña que quiere decir: nadie se mueva, nadie cuestione, nadie proteste, pues quien lo hace es terrorista. Y están los medios de comunicación que en este cuarto de siglo han aprendido a relacionarse con los hechos de una sola forma: mediante la retórica del escándalo, la alharaca y el cliché, y siendo caja de resonancia de lo que diga cualquier político. Es una prensa sin contenido propio.

La otra posibilidad es que, en efecto, Sendero Luminoso intente reagruparse. Pero, en ese caso, hay otras preguntas obligadas. ¿Por qué reaccionamos como si fuéramos el mismo Estado poroso, débil, disfuncional de los años 1990? Si Sendero Luminoso pudiera volver a ser una amenaza criminal ello sería, hipotéticamente, porque el campo peruano sigue igual de abandonado, porque los docentes siguen igual de mal pagados y marginados, porque la estructura del poder nacional, regional y local sigue siendo tan poco representativa y tan carente de recursos para poner de su lado a la ciudadanía como entonces. Pero sabemos que somos un país con muchos más recursos.

¿Qué hemos hecho con todo eso? ¿Dónde está la escuela peruana renovada? ¿Dónde está la experiencia de inclusión que hace a niños y jóvenes inmunes a la grotesca prédica senderista? ¿Dónde están los locales distritales de todos los partidos representados en el Congreso, y los que estuvieron antes, listos para desbaratar las pretensiones senderistas de ganar algo entre la ciudadanía? ¿Está todo eso en algún lado y no lo vemos? Y es que detrás de estas pequeñas psicosis repetitivas también puede haber una triste confesión: que hemos pasado por 25 años de crecimiento, de elecciones, de democracia, simplemente esperando que el diablo nunca saliera de la botella, para que ahora, cuando abrimos los ojos, estemos en el año 1992. Y sobre eso los políticos tendrían que dar explicaciones antes que pedirlas con una alharaca que es, más que todo, una cortina de humo para esconder su escandalosa negligencia.