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Opinión 6 de febrero de 2014

Más de dos mil de estas valientes mujeres han denunciado su caso ante autoridades peruanas y tribunales supranacionales buscando justicia. Seiscientas declararon ante representantes del Ministerio Público la existencia de un patrón que se repitió: información imprecisa, coerción y engaño. Hace unos días, el Estado peruano, por boca del titular de la segunda Fiscalía Penal Supraprovincial Marco Guzmán Baca, les dijo a todas ellas que todo esto no era suficiente.  ¿Por qué la desestimación del caso aún con la información oficial acerca de cuotas, la focalización de la promoción de la AQV en zonas rurales sobre otros métodos anticonceptivos y el uso de mecanismos coercitivos para “convencer” a las mujeres? Esbozaremos tres tipos de respuestas, dos de carácter legal y una social, que creemos complementarias para entender el caso.

1. La fiscalía no desarrolló la teoría de la autoría mediata. El Fiscal usa como argumento para no imputar responsabilidad a Fujimori, sus ex ministros y otros ex funcionarios, el  desconocimiento que ellos alegan sobre las actuaciones de los médicos que realizaron las esterilizaciones bajo coerción o engaño. Al respecto, es improbable que los funcionarios de alto rango no supiesen de la existencia de un programa que afectó a cerca de 300 mil mujeres, dos mil de las cuales forman parte de la denuncia que el fiscal archivó, entre otras cosas porque dichas afectaciones fueron públicas en su momento, sin  que se hayan tomado las medidas del caso. En ese sentido, es improbable que vulneraciones a los derechos humanos tan serias y a tantas personas puedan haberse cometido sin que exista la orden o por lo menos la anuencia por parte de las autoridades de mediano y alto rango.

Además, el fiscal señala que no se puede imputar responsabilidad por medio de la autoría mediata por dominio de la organización debido a que no se trataba de una institución jerárquica. Ello es altamente cuestionable, puesto que, si bien no se está hablando de las fuerzas armadas, es claro que existía una organización jerarquizada en la cual el presidente y otros altos funcionarios ejercía poder por sobre quienes realizaban las esterilizaciones. Tal como señala Yván Montoya, se tiene que tener presente que en esos años muchos de los médicos trabajaban sin estabilidad laboral, lo cual generaba que exista un mayor dominio por parte de funcionarios de alto rango sobre la actuación del personal del Ministerio de Salud.

Cabe mencionar que la tesis de la autoría mediata ha sido la clave para lograr sentencias por lo casos de la Masacre de Lucanamarca, contra Abimael Guzmán, y la matanza de Barrios Altos a Alberto Fujimori; demostrando que la autoridad o alto mando tenía efectivamente un control sobre las acciones de los autores materiales. Al negar la posibilidad de investigar penalmente a los principales responsables, el fiscal genera serias dificultades para el Perú con respecto a sus obligaciones internacionales. Ello puesto que este caso se encuentra bajo supervisión de cumplimiento producto de la solución amistosa que el Estado peruano realizó ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y en la cual se comprometió a realizar una investigación mediante un recurso efectivo que garantice el derecho a la justicia, verdad y reparación de las víctimas.    

2. La fiscalía no utilizó correctamente la calificación de crimen de lesa humanidad. El fiscal ha presentado como principal argumento para desestimar la acusación de lesa humanidad que tanto Alberto Fujimori como sus ex ministros no conocían de las esterilizaciones forzadas que se realizaron durante el periodo que se encontraban en el gobierno y que, según su versión de los hechos, los médicos, en su mayoría, actuaron bajo los lineamientos establecidos en la legislación vigente (Ley 26530 “Ley de Población”), así como bajo los manuales de procedimiento que habían sido producidos siguiendo los conductos regulares y que estaban conforme a los estándares médicos nacionales e internacionales.

En base a ello, el fiscal también señala que los casos de esterilizaciones que generaron afectaciones a la integridad e incluso a la vida de las víctimas demandantes solo se debían a negligencias médicas correspondientes a sucesos puntuales y que en ningún momento se trató de una política de Estado. Mediante esta argumentación, el fiscal señala que estos crímenes no constituyen crímenes de lesa humanidad, puesto que, tal como se establece en el artículo 7° del Estatuto de la Corte Penal Internacional, la definición del tipo penal de lesa humanidad exige el conocimiento por parte del imputado sobre los hechos delictivos. Este elemento es importante porque conecta la acción del individuo con el ataque generalizado o sistemático, de manera que impide que actos ajenos a los hechos concretos del crimen de lesa humanidad sean sancionados como tales. No obstante, el razonamiento del fiscal conlleva al error porque – como ha sido ya desarrollado en jurisprudencia internacional (caso Kunarac, Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia) – dicho conocimiento debe entenderse, por lo menos, en sentido que el imputado conocía del riesgo que generaban sus actos para que se realice el ataque, sin que ello signifique que conocía detalladamente de la acción de cada uno de los participes o de las circunstancias específicas en las que actuaban.[1]

El fiscal recae en serias contradicciones puesto que señala que existen graves violaciones a los derechos humanos y como consecuencia que los delitos imputados a los médicos que causaron la muerte de Mamérita Mestanza no prescriben. Sin embargo, al mismo tiempo, señala que los delitos por los que se procede a realizar la acusación fiscal son crímenes que solo involucran a una víctima y que se produjeron por negligencia médica y no con dolo, por lo que no pueden considerarse delitos de lesa humanidad.

3. La discriminación estructural se reproduce también en el sector justicia. Según la resolución entonces, si bien hubieron graves violaciones, estas no serían ni sistemáticas ni generalizas sino resultado de una mala práctica de parte del personal del ministerio de salud de aquel entonces. Sólo para el caso de Mamerita Mestanza se abrirá proceso judicial, las otras 2073 denuncias han sido desestimadas.  Si la integridad física y la libertad (entre los que figura la sexual y la reproductiva) son bienes reconocidos y protegidos al más alto nivel constitucional, ¿Por qué no moviliza socialmente un caso en el cual una política de estado suprime de manera irreversible la posibilidad de embarazarse y alumbrar de miles de mujeres campesinas?

La respuesta parece ir por el lado de una doble invisibilidad. Por un lado, de sus protagonistas: mujer, rural, campesina, indígena y extrema pobre es un perfil con poco peso político y social para armar un gran debate nacional. Por otro, la violencia sexual contra mujeres no es un asunto de interés nacional como si lo son otras formas de violencia cotidiana. Género, origen, clase y sexualidad otra vez mezclados de la manera más perversa posible para la discriminación multinivel. Ni un solo acusado por esterilizaciones forzadas de los años noventa. Ni un solo sentenciado por violencia sexual durante el conflicto armado de los ochenta. El perfil de víctima se repite, el patrón de impunidad también.

Al negarse el fiscal a hacer una acusación penal, lo que se les está diciendo a estas mujeres es que lo que les pasó podrá ser un error, una mala práctica, pero no un delito. Y por tanto, que este no es un tema que merezca ser investigado a profundidad por la fuerza pública, que la violencia a la que fueron sometidos sus cuerpos, su sexualidad y su reproducción en concreto, no es asunto que tenga que ver con la igualdad ante la ley ni con la protección constitucional que como ciudadanas se merecen.

La pregunta sigue entonces pendiente y tiene que ver en cómo salir de esta situación. Lo primero es señalar la necesidad de que el estado haga suya la protección de los derechos humanos. Esto requiere de liderazgo y capacidades, de recursos y compromiso con sus compromisos internacionales, pero de verdad. Cabe mencionar que casi veinte años de la aplicación de esta política, ninguna de estas mujeres ha sido reparada por el ejecutivo por ser víctima de AQV. Ni el MINSA ni el MIMP cuentan hasta la fecha con un registro único que permita la atención de secuelas físicas, psicológicas y comunitarias que la intervención del estado causó. Y en segundo lugar, que la sociedad urbana, criolla y mestiza, cercana política y geográficamente a los centros de poder público, se solidarice activamente con estas causas sumergidas, subalternas al poder oficial, con grandes dificultades para acceder a la justicia y reparación que como mínimo se merecen. Y esto va desde las facultades de derecho para la formación de los futuros operadores de justicia en el país en derechos humanos de las mujeres, hasta los  formadores de opinión pública que ayudan a generar empatía con situaciones tan alejadas a veces del mundo urbano cotidiano.

Mientras los órganos de justicia sigan sin renovarse en la lucha contra la impunidad, sin que la sociedad valore la vida y la libertad de las mujeres sin ninguna discriminación, sin que se atienda de manera integral a las víctimas y sus necesidades seguiremos reproduciendo desigualdad. Donde a la luz de la oficialidad, la vida y la integridad de algunas no vale nada. O casi nada.

Escriben: Carmela Chávez y Jean Franco Olivera, investigadores del IDEHPUCP


[1]ICTY. Prosecutor v. Kunarac et al. Appeals Judgment. párr. 101-102